
SAMPAY Y LA SOBERANIA
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“SAMPAY Y LA SOBERANÍA”
Jorge Francisco Cholvis
“Palabras Liminares”, para la obra
“EL DERECHO Y LA SOBERANÍA ARGENTINA” Bernardo de Irigoyen – José Nicolás Matienzo - Arturo E. Sampay - Francisco Menegazzi.
Obras Selectas de Arturo E. Sampay
Tomo X
Editorial Docencia
Biblioteca Testimonial del Bicentenario.
Edición auspiciada y declarada de interés cultural
por la Secretaría de Cultura de la Nación
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Esta obra “El Derecho y la Soberanía Argentina”, contiene cuatro estudios sobre temas principales para la defensa del interés nacional y los derechos del pueblo argentino, y que por cierto es indispensable tener presente en estos tiempos de principios del siglo XXI, pues sus páginas ofrecen sólidas razones para ejercerlas en el necesario debate sobre políticas públicas en nuestra realidad contemporánea. Los textos de Bernardo de Irigoyen, de José Nicolás Matienzo y el de Francisco Menegazzi, están precedidos por un Prefacio de Arturo E. Sampay donde el mismo expone facetas de la personalidad de sus autores, como asimismo las ideas que ellos profesaron. También la publicación de Juárez Editor incorporó el estudio titulado “Gobiernos de facto y conversión de bienes nacionalizados en bienes privados”, que Sampay realizó para confrontar con las políticas de entrega del patrimonio nacional que se aplicaron en ese tiempo. En estas palabras liminares esbozaremos breves conceptos sobre los mismos. Pero antes, siguiendo las enseñanzas de Sampay, analizaremos qué entendemos por soberanía. Sin duda, es deber de los juristas comprometidos con los intereses populares explicar la veracidad de los conceptos y las tendencias dominantes que sobre ellos se exponen, y ayudar así a la toma de conciencia por las mayorías sobre los hechos y la situación imperante en el acontecer cotidiano, como de las etapas precedentes en el tiempo histórico. “El uso clínico del conocimiento debe conjugarse con el patriotismo constitucional que, en una sociedad dependiente, requiere órganos y estudiosos compenetrados con la idea de la Justicia Política, estrella directriz que debe orientar la interpretación y valorización de las normas de derecho público”1. Es claro que la soberanía es un elemento determinante del Estado y su ejercicio efectivo es un requisito esencial para que el país pueda dar respuestas propias en el escenario global. El orden jurídico impera en función de la soberanía. La soberanía sigue siendo una cualidad del poder y un elemento modal del Estado moderno. Los cambios operados en el campo funcional del Estado no han modificado su esencia2. Y si bien las tendencias del devenir histórico conducen a una organización político-jurídica trasnacional, la realidad sociológica del presente indica que todavía para que haya progreso social de todos los pueblos, son indispensables las soberanías nacionales. Consolidar la soberanía es, simultáneamente condición y objetivo del Estado Nacional.
1.1
En diferentes momentos del siglo XIX las naciones de América Latina eliminaron el colonialismo y se erigieron como entidades soberanas, pero la liberación del yugo colonial no impidió que la subordinación externa continuara metamorfoseada como imperialismo económico. Vale decir, respeto formal a la independencia política al mismo
1 Héctor Masnatta, “La era de las crisis: instrumentos normativos, jurisdiccionales y parajurisdiccionales”, La Ley, 2004-A-1275.
2 Conf., Carlos S. Fayt, “La Constitución Nacional y los Tribunales Internacionales de Arbitraje”, La Ley, Buenos Aires, 2007, págs., 1 y 11.
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tiempo que control directo o indirecto de recursos estratégicos para el ejercicio de la soberanía, que perdían los estados subordinados. No se debe olvidar que uno de los medios más notorios del imperialismo para lograrlo, es el desarrollo de las relaciones de alianza y complementación que llevan a cabo sus gobiernos y grandes conglomerados monopólicos trasnacionales con los grupos dominantes en las naciones periféricas, grupos que controlan al gobierno de estas naciones “y que por ejercerlo con miras a sus propios intereses y no en la promoción del bienestar general, reciben justamente el nombre de oligarquías”3. Sampay advertía en 1972 que la Argentina, a despecho de contar con las condiciones objetivas -recursos naturales en abundancia- y con las condiciones subjetivas -población sana y de inteligencia cultivada- que le permitirían alcanzar un desarrollo autónomo de su economía y una comunidad de bienes modernos suficientes para todos, se trata de una Nación de atrasado género de vida a causa que el desenvolvimiento de su economía es heterónomo; vale decir, que los intereses de afuera mirando a su exclusivo provecho le imponen las leyes de su dinámica social. En efecto, para lograr ese objetivo se adueñan de la explotación de sus recursos naturales, de su ahorro social, de la aplicación del trabajo del pueblo y en vez de hacer funcionar todos estos elementos con vistas a conseguir el bienestar de los argentinos lo hacen para obtener ganancias usurarias y remesarlas al exterior 4. Y anticipándose a la triste historia que padeció después la Argentina, en esa oportunidad denunciaba Sampay que durante años esa verdadera invasión desde el exterior se la propiciaba alabando las presuntas bondades de “la libre inversión extranjera”. Y explicaba que este embaucamiento es presentado del siguiente modo: como nosotros no generamos ahorro social bastante para invertir en el desarrollo, ni poseemos la tecnología moderna que para promover el desarrollo, es menester, estamos forzados a recibir de afuera ambas cosas; así acrecentaremos la producción a un punto tal que utilizando parte de esa producción para amortizar las inversiones de capital, remitir al extranjero las ganancias que éste engendra y las regalías por el uso de los artefactos tecnológicos, aún quedaría mayor cantidad de bienes que los existentes antes para distribuir entre los argentinos. Así cerraban el engaño. Es lo que varios años después pregonaron con la triste teoría “del derrame”, que cual panacea favorecería a todos aplicando la teoría económica “neoliberal”. Los resultados de tal política -concluía Sampay- son fácilmente observables y revisten el carácter de una tragedia nacional, pues como si hubiéramos sido derrotados en una guerra la mayoría de nuestras empresas industriales ha pasado a ser propiedad de los monopolios internacionales, el ahorro de los argentinos nutre las inversiones de los monopolios y por la utilización de este ahorro nuestro, en consecuencia, se envían ganancias afuera. Por ello, nos advertía que para el perfeccionamiento físico y espiritual del pueblo argentino es necesario promover el desarrollo autónomo de la economía nacional, y afirmaba que el mismo sólo puede realizarse si el pueblo argentino modelado como entidad político-jurídica realmente soberana administra sus propios recursos y medios fundamentales de producción; y recupera los que están en poder de fuerzas que no los utilizan sistemáticamente con ese fin. Pues para vertebrar un desarrollo económico autónomo, lo que es decir una producción moderna, integral e independiente, la pieza maestra consiste en el pleno ejercicio de la soberanía nacional5.
3 Carlos M. Vilas, “La recuperación de la soberanía nacional como condición del desarrollo”, Ponencia, Anales de la XIV Conferencia Continental de la Asociación Americana de Juristas, 17 al 19 de mayo de 2007 – La Paz, Bolivia. Pág. 71.
4 conf., Discurso del Dr. Arturo E. Sampay al entregar el Premio General Enrique Moscóni, al Juez Salvador M. Lozada, 1972, en “Realidad Económica” N° 11, pág., 67.
5 conf., Arturo E. Sampay, ob. cit., pág., 68; v. asimismo, Arturo E. Sampay, “Constitución y Pueblo”, 2ª edición, pág., 219.
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Desde el punto de vista del neoliberalismo la soberanía es un concepto anacrónico. No es posible desconocer que las políticas económicas “neoliberales” que se fueron ejecutando en distintos países de nuestro continente dejaron como resultado el estancamiento económico, la extranjerización de bienes y recursos naturales, la desocupación y las enormes carencias que sufren los pueblos. Por tanto, lograr la independencia económica debe ser objetivo primordial para terminar con esta situación.
1.2
La ecuación independencia política formal-dependencia económica real, por más que se la quiera ocultar continúa expresando la contradicción polar, característica de la sociedad internacional contemporánea. La misma subraya la situación de la mayoría de los países subdesarrollados y define los rasgos esenciales del neocolonialismo. El primero de esos elementos apunta a los datos jurídico-institucionales que conforman el concepto de soberanía estatal; el segundo, en cambio, traspasa los velos de la estructura institucional y muestra una situación de subordinación, de falta de verdadera autonomía, que se contrapone al concepto legítimo de soberanía. La falta de independencia económica concluye en la pérdida de la independencia política, pues como se observa en muchos países, quien controla la economía de un Estado domina también su política nacional e internacional. Independencia económica e independencia política son dos expresiones o facetas de un mismo fenómeno, y una gravita sobre la otra merced a un incesante proceso de influjo y reflejo. Por otra parte, dependencia económica y subdesarrollo operan como factores en directa interacción y aseguran la subsistencia de las estructuras que impiden una efectiva vigencia de la soberanía. Ello incide directamente en el condicionamiento socioeconómico que ocasiona la falta de vigencia en los derechos económicos, sociales y culturales, lo que afecta a la mayoría de la población6. Incorporar el concepto de independencia económica al campo de una teoría del Estado que interprete las circunstancias propias de nuestros países, enriquecerá con una nueva dimensión la concepción tradicional de soberanía. Por lo contrario, para los países de alto desarrollo se torna en una cuestión superflua adoptar una individualización del atributo de la independencia económica. Para ellos, independencia política e independencia económica son conceptos equivalentes que conforman el “autogobierno”. Son dichos países los que ejercen el control político y económico de los pueblos sometidos y por esta razón, dentro de la concepción tradicional, la soberanía se define exclusivamente por sus elementos político-institucionales. Confrontando ese concepto con la realidad de los países que padecen la antinomia independencia política formal-dependencia económica real, la definición tradicional revela inmediatamente su carácter abstracto y su falta de adecuación para reflejar una correcta relación entre la forma jurídica de la soberanía y el contenido económico-social en que ella se expresa7. El modelo correspondiente a la concepción tradicional de soberanía es el Estado integrado en lo político y en lo económico. Allí la estructura político-jurídica y la
6 véase, Jorge Francisco Cholvis, “Los derechos humanos, el derecho al desarrollo y la Constitución”, Revista de Derecho Público y Teoría del Estado, del “Instituto de Derecho Público y Teoría del Estado Dr. Arturo E. Sampay”, N° 5 –año 1990, pág. 39
7 Jorge Francisco Cholvis, “Crisis Constitucional, Independencia Económica y Proyecto Nacional”, “Ad Laborem”, Año I, 1er bimestre de 1989, N° 1, pág., 99.
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económica convergen en el plano de la nación. El modelo de los países que no han logrado aún o no gozan la independencia económica, es el del Estado no integrado. En este caso, la estructura política aparece formalmente realizada en el marco nacional, pero la estructura económica se encuentra integrada con la economía de los estados de alto desarrollo que efectivizan su esquema dominante, que también lo componen distintos organismos internacionales (financieros, comerciales, culturales, etc.) que coadyuvan a ejercer su predominio. El estado subdesarrollado conserva los atributos formales del autogobierno, pero las decisiones efectivas le son dictadas desde el exterior. Es sabido que en el antiguo sistema colonial, el país colonizador imponía desde afuera sus instituciones y su supremacía al país sojuzgado. En el régimen neocolonial oculto tras la invocada “globalización”, el control del país que domina lo ejerce desde adentro a través de las mismas instituciones establecidas en el país sometido. El concepto de soberanía como atributo de un estado sólo se puede analizar en plenitud, si se tiene presente que la esencia de ella está determinada en última instancia por su estructura económico-social. El contenido de la soberanía se encuentra regido por las condiciones concretas en que un estado determinado se exterioriza como tal, y en las actuales condiciones del mundo la noción de independencia económica surge como un dato indispensable para integrar el concepto de soberanía.
1.3
Los problemas que crea la dependencia exterior no pueden atribuirse a errores o deficiencias en la aplicación de la política “neoliberal”, sino a factores estructurales muy conocidos que esta no puede resolver, razón por la cual lo que urge es erradicar las causas que frenan el progreso económico y el bienestar social de las naciones. Y para ello con activas políticas de estado hay que defender la riqueza nacional e impedir su fuga, aumentar el poder de capitalización de la economía en su conjunto, intensificar la explotación racional de los recursos naturales, apoyar el acceso a la tierra y a la maquinaria agrícola a quiénes desean trabajar en el campo, expandir el mercado interno, impulsar el proceso de industrialización, posibilitar a los sectores trabajadores una mayor participación en la renta nacional y, en fin, poner en vigor leyes y servicios sociales indispensables para la protección de los valores humanos. Por ello, es indispensable lograr una capacidad suficiente de decisión nacional y no quedar reducidos a la situación de Estados en apariencia, que conservan los atributos formales del poder pero no su esencia. Está claro que nuestro país no debió renunciar a su soberanía, dejando que las cartas de intención, los memorandos de entendimiento y los acuerdos de derechos de giro (stand by), que fueron suscriptos por funcionarios para comprometerlo con el F.M.I. y otros organismos internacionales de crédito, se interpusieran en las decisiones de nuestro gobierno. Estos documentos se transformaron así en un soporte de máximo rango en la conformación de la Constitución real, que somete y condiciona a la Constitución jurídica. Sobre la base de dichos instrumentos el F.M.I. y el Banco Mundial asumieron una disimulada función de co-redacción y vigilancia del cumplimiento de los programas económicos de “ajuste”. Los países acreedores y sus empresas monopólicas, el F.M.I. y otros organismos internacionales de crédito, por distintos caminos fueron interviniendo en la formulación de las políticas
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económicas, en particular con las misiones especiales, los créditos condicionados y los programas de ajuste. De tal modo, también por esas vías el país sufrió un desmedro sustancial en el ejercicio de su soberanía. La dependencia se concretó así en la transferencia de la decisión nacional en la confección de los programas económicos8. Por ello, para los países subdesarrollados la pérdida del dominio real sobre los comandos de la vida económica hace que todo el concepto de autogobierno quede subvertido. El concepto de soberanía como atributo de un estado sólo se puede analizar si se tiene presente que la esencia de ella está determinada en última instancia por su estructura económico-social. El contenido de la soberanía se encuentra regido por las condiciones concretas en que un estado determinado se exterioriza como tal, y en las actuales condiciones del mundo la noción de independencia económica surge como un dato indispensable para integrar el concepto de soberanía. Parece ocioso insistir en la íntima vinculación que existe entre el desarrollo económico de los países y la defensa del principio de independencia económica. Esta no es una entelequia, es un objetivo esencial. La libre inversión de capitales extranjeros con la finalidad de máximas ganancias, el desmantelamiento del Estado, el manejo del ahorro social a través de los bancos y compañías de seguros extranjeras, la “deuda externa”, la administración foránea de las fuentes energéticas, y la dirección del comercio exterior por los monopolios internacionales, configuran un país dependiente; porque estos elementos arman una estructura económica que engrana, como pieza auxiliar con la estructura económica de los países dominantes de alto desarrollo. Los resultados del Estado neoliberal en la Argentina configuran el peor período de nuestra historia económica y social. Cabe recordar que -como dijimos hace tiempo- en los países dependientes existe un grupo privilegiado de nativos que apoderándose de los resortes de gobierno y manejando los recursos económicos, conservan esa dependencia, porque se benefician de las estructuras de producción y distribución de la riqueza social, mediante las cuales los países dominantes expolian a los sectores populares de los países dominados, al no permitir que los recursos naturales, financieros y humanos se desarrollen plenamente con miras a lograr que el pueblo entero participe de los bienes de la civilización, sino que sólo se desarrollen parcialmente y en la medida que secunden a las economías de los países dominantes9. Entre las etapas de la historia nacional que llevaron a la frustración e impidieron que el país alcance el desarrollo económico y social, están las graves circunstancias que ocurrieron en el último cuarto del siglo XX. La dictadura instalada en el poder en 1976 por la decisión de los altos mandos que comandaban las Fuerzas Armadas, redefinió el comportamiento económico y social que regía el funcionamiento de la sociedad argentina y sin consenso popular alguno impuso “a sangre y fuego” un nuevo comportamiento económico y social basado en la valorización financiera, apertura económica, endeudamiento y dominio del capital financiero sobre el productivo. Pero la “valorización financiera” no comprendía únicamente la enorme rentabilidad que obtuvieron los bancos o el sistema financiero en general, sino que la integraba también la renta financiera que percibían los capitales oligopólicos líderes en las restantes actividades económicas, entre las que se contaba la producción industrial, agropecuaria y, posteriormente los servicios públicos privatizados.
Fue un punto de inflexión decisivo en la decadencia de la idea del Estado. La democracia recuperada en 1983 heredó un Estado desmantelado. El esquema se
8 véase, Jorge Francisco Cholvis, “La Constitución y la dependencia”, Realidad Económica N° 85, 6to. Bimestre de 1988, pp., 93/95.
9 véase, Jorge Francisco Cholvis, “Reforma de la Constitución y Proyecto Nacional”, Ediciones Temática, junio de 1987.
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complementó en los años 80 y especialmente durante los 90. El “neoliberalismo” y las ideas del Consenso de Washington dieron sustento teórico a la concepción del “Estado mínimo”. Después desencadenó la crisis del 2001.
Por tanto, mencionar a la dictadura instalada en 1976 no explica todo lo acontecido durante la valorización financiera, porque después le sucedieron tres gobiernos constitucionales durante los cuales no sólo no se revirtieron sino que se profundizaron esas modificaciones estructurales. Durante la prolongada vigencia de esa política contra los sectores populares tuvieron un papel protagónico los grandes grupos económicos locales, y así se conformó el “bloque de poder” constituido por la alianza entre la fracción de la oligarquía terrateniente que se había diversificado décadas antes hacia la industria (oligarquía diversificada), conjuntamente con el capital financiero internacional. Ambos fueron los beneficiarios de este proceso, pero la fracción interna fue la que condujo la implementación de las transformaciones económicas y sociales a partir del control del Estado, es decir, detentaba la hegemonía política10. Sin duda, un país que aspira a desarrollarse integralmente no puede dejar en manos ajenas el manejo de esenciales engranajes de su mecanismo productivo, si es que no quiere que su economía sea un acoplado de la economía extraña que le manipula esas piezas esenciales. Esta situación que padecen pueblos subdesarrollados tiene su causa en factores estructurales muy conocidos, por lo cual urge erradicar las causas que frenan el progreso económico y el bienestar social de las naciones. Pero cabe remarcar que para que ello ocurra y se pueda modificar la Constitución “real” que lo impidió, es prioritario construir el motor del proceso social que lo lleve a cabo, la alternativa efectiva de poder político nacional que permita concluir con todas las políticas económicas que se ejecutaron y apartar definitivamente a todos los sujetos que las facilitaron. En suma, como mencionara Sampay, en el recordado discurso de entrega del Premio General Moscóni, para los países dependientes el respeto de la soberanía significa, por el lado externo, contener la penetración y expoliación que padecen, y por el lado interno, crear libremente, autodeterminar el régimen de vida social y los modos de utilizar los recursos para efectuar la Justicia. Por tanto, podemos concluir este parágrafo y afirmar que si la soberanía nacional no logra su plenitud mediante un vigoroso poder popular que permita iniciar una nueva etapa progresiva en el desenvolvimiento histórico de las formas de vida colectiva, ha de ser necesariamente el objeto de una reivindicación, de una alta bandera de lucha en la senda hacia la emancipación económica y social, ineludible meta que anhela alcanzar el pueblo argentino.
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Después de haber analizado y precisado a la soberanía como concepto previo y principal, veamos que doctrina sostenían y por la cual bregaron los hombres que incorpora Sampay en “El Derecho y la Soberanía Argentina”; y por cierto, también el de su eminente creador cuyas obras se reeditan en esta colección. Observemos como se
10 Eduardo M. Basualdo, “Sistema político y modelo de acumulación”, Cara o Ceca, Buenos Aires, 2011, págs., 27/28,41/43.
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expresaron en la defensa de la soberanía nacional y por tanto, de los intereses y derechos del pueblo argentino. Cuando lleguemos a la parte final de estas “Palabras Liminares” y hayamos rescatado del abandono los principios básicos que ellos propugnaban, se podrá advertir la importancia que le adjudicamos para incorporarlos al debate de las políticas públicas en nuestra realidad contemporánea.
2.1
Bernardo de Irigoyen contaba con cualidades intelectuales y morales que le reconocían como buen ciudadano y administrador; no estuvo en la cima de los negocios, no fue abogado de empresas extranjeras. No dispensaba su tiempo a pasearse por Europa, ni hacía alarde de fortuna. Contaba una intachable honestidad y visión concreta de los intereses del país, que puso en evidencia cuando aplicó estos principios en la octava década del siglo XIX al intervenir como Canciller argentino en el conflicto planteado entre el Banco de Londres y Río de la Plata con la provincia de Santa Fe11.
En 1876 quedó plasmada la doctrina Irigoyen que fue central en la tradición jurídica argentina. Lo que se conoció como tesis argentina sostiene que las sociedades carecen de nacionalidad y que con respecto a ellas sólo puede hablarse de domicilio. “La nacionalidad es un vínculo jurídico-político que une al individuo con un Estado y le impone deberes y derechos principalmente políticos. La nacionalidad se liga a la idea de patria y generalmente supone sentimientos basados en ella. Las sociedades, entes ideales, carecen de sentimiento de patria y no existen a su respecto derechos ni deberes de carácter político” 12. Fue Bernardo de Irigoyen quien expuso en forma concreta la tesis que niega nacionalidad a las sociedades.
La doctrina de Irigoyen se dirigía a no aceptar reclamo diplomático alguno respecto a bienes existentes en el país y pertenecientes a una sociedad anónima cuyas acciones estén en manos de extranjeros. Sostenía que el hecho de que las acciones de una sociedad anónima constituida en el país hayan sido suscriptas por extranjeros, no autoriza a que estos gocen de protección diplomática a cargo del gobierno de su nación. Alcanzó a formar parte de la política internacional invocar que la garantía de los derechos inhibía todo arbitraje en un conflicto entre un Estado y un particular, sin antes agotar los procedimientos administrativos y judiciales vigentes en el mismo.
Decía Irigoyen:
“El Banco de Londres es una sociedad anónima; es una persona jurídica que sólo existe con fines determinados. Las personas jurídicas deben su existencia exclusivamente a la ley del país que las autoriza y, por consiguiente, no hay en ellas nacionales ni extranjeros; no hay individuos de existencia material, con derecho a protección diplomática. La sociedad anónima es una persona moral, enteramente distinta de los individuos que contribuyeron a formarla y, aunque sea formada exclusivamente por ciudadanos extranjeros, no tiene derecho a protección diplomática, porque no son las personas las que se ligan. Asocianse simplemente los capitales bajo forma anónima, lo que
11 conf., “Bernardo de Irigoyen. La política de la experiencia”, Prólogo y selección de Juan Fernando Segovia. Colección Vidas, Ideas y Obras de los Legisladores Argentinos, publicación del Círculo de Legisladores de la Nación Argentina con el auspicio de la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación, Buenos Aires, 1999, pp., 26/30.
12 Juan M. Farina, “El derecho comercial en el mundo globalizado”, 1ª edición, Ad Hoc, 2005, pág., 80.
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importa, como la palabra lo indica, no haber nombre, nacionalidad ni responsabilidad individual comprometida. El hecho de que las acciones hayan sido suscriptas por individuos de una nacionalidad es eventual, y no puede desnaturalizar la esencia de la sociedad. Esas acciones se transfieren, y las que hoy están en poder de ingleses pueden pasar fácilmente a manos de ciudadanos de otra nación, Si, pues, la circunstancia de pertenecer los accionistas a un país imprimiese a la sociedad anónima el carácter nacional que les asiste, tendríamos una entidad que podría cambiar diariamente de nacionalidad y revestir también en algún caso una multiplicidad de nacionalidades, lo que originaría serias complicaciones a la vez que envolvería el desconocimiento de las leyes locales que dan origen a esas sociedades”13.
En el Prefacio del capítulo referente a Bernardo de Irigoyen “La soberanía nacional y la protección diplomática de las acciones al portador”, Sampay nos dice que los documentos que contiene son la formulación de su célebre doctrina: los bienes de las sociedades anónimas radicados en el país no pueden ser objeto de protección diplomática en el caso de que haya acciones de esas sociedades en poder de extranjeros.
Para apreciar el alcance de la referida doctrina -sostuvo Sampay-, se debe antes desenvolver la cuestión política de fondo respecto de la soberanía del Estado sobre todos los bienes económicos existentes en el país, pues el incidente que motivó la intervención del Canciller Irigoyen no exigía, para ser resuelto salvaguardando los fueros argentinos, el planteo de esa cuestión esencial.
Para ello es primordial tener presente que sobre toda actividad social de producción y distribución de bienes exteriores que se cumple en su territorio, sobre cualquier recurso material, intelectual y financiero que se utilice en esa producción y distribución, sobre las empresas que organizan tales actividades, la comunidad política soberana ejerce una incompartida potestad para efectuar la justicia, esto es, para obtener la suficiencia de vida de todos y cada uno de sus componentes14.
Y esa potestad eminente se ejerce cualesquiera sean la procedencia y la nacionalidad de los propietarios de tales elementos, pues toda especie de capital y de trabajador extranjeros que se incorporan a un país, forman la parte ínfima de la empresa que ahí integran, porque la parte sustantiva es la constituida por los recursos materiales, por la masa de trabajadores, por el ahorro social y por los consumidores que están en el país y que esa empresa aprovecha. De modo, entonces que lo accesorio queda absorbido por lo principal. Si los ínfimos elementos extraños incorporados a la empresa tuvieran la virtud de extranjerizarla o cuando menos de inmunizarla parcialmente de la potestad del poder político nacional, resultaría que en su totalidad o en parte frustraría la razón de ser de la comunidad soberana, esto es, utilizar todos los recursos del país para lograr que cada uno de sus miembros obtenga las condiciones de vida para desarrollarse plena e integralmente15.
Ahora bien, enseñaba Sampay, que el Estado ejercita esa facultad ordenadora directamente sobre todos los bienes que caen bajo su jurisdicción. Y para cumplir tal facultad, si es menester, modifica, sustituye o suprime las instituciones jurídicas que formalizan la titularidad del dominio de esos bienes, pues lo que interesa son los bienes mismos. Es la justa atribución que naturalmente tiene cada comunidad política soberana. Sin embargo, en la realidad sociológica moderna existen, por una parte, naciones
13 Bernardo de Irigoyen, “El derecho y la soberanía argentina”, pág., 50.
14 v., Jorge Francisco Cholvis, “Arturo Enrique Sampay: La Constitución y la Justicia Social”, Palabras Liminares, al tomo 1, “Ciencia Política y Constitución”, de esta Colección.
15 Arturo E. Sampay, “El derecho y la soberanía argentina”, pág., 11; Arturo E. Sampay, “Constitución y Pueblo”, 1974, 2ª edición, págs. 150 y 219.
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formalmente soberanas, aunque realmente dependientes; y, por la otra, naciones formalmente iguales a las demás aunque dominantes de otras.
Pero, el principio enunciado es negado por quienes defienden los intereses de las naciones dominantes, y en cambio se formulan seudoctrinas jurídicas para legitimar esa explotación y hacer invulnerables, a través de distintos procedimientos diplomáticos a las empresas que se organizan sobre la base de las llamadas inversiones extranjeras; hacerlas invulnerables, principalmente, a las expropiaciones por razones de bien común, al pretender “un resarcimiento pronto, adecuado y efectivo de todo el valor de la empresa”,como veremos que ocurrió en la pasada década del ’90 del siglo XX, en el marco de los Tratados de Promoción y Protección de las Inversiones. Desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, en su artículo 17, está incorporado el principio que sólo se prohíbe el desposeimiento “arbitrario” de la propiedad privada, vale decir, autoriza sin condiciones a convertir en bien público a los bienes particulares cuando lo exige el bien común, o sea, la justicia general.
Señalamos cuál es en sustancia, la doctrina que lleva el nombre de Irigoyen, y que por muchos años, mientras la defendieron nuestros gobiernos en sus actos diplomáticos y juristas argentinos en los foros internacionales -Roque Sáenz Peña en Montevideo y Leopoldo Melo y Carlos Saavedra Lamas en Río de Janeiro-, se la llamó “Doctrina Argentina”. Esta doctrina -expresaba Sampay-, desafortunadamente, fue primero abandonada por nuestra Corte Suprema de la Nación, reconociendo, a los efectos del fuero federal, extranjería a ciertas sociedades anónimas radicadas en el país; jurisprudencia enérgicamente criticada por Estanislao Zeballos, otro ilustre jurista nacional. Después, fue también abandonada por nuestra Cancillería, con motivo de un arreglo con las sociedades anónimas argentinas del “grupo Bemberg”, al conceder personería, en ese arreglo diplomático a “accionistas franceses”16. Es notorio que ese abandono en las últimas décadas del siglo XX, se fue extendiendo sobremanera impulsado precisamente por el “neoliberalismo” en boga y sus actores-beneficiarios.
En muchas circunstancias de la historia nacional, los hombres que defendieron los intereses del país fueron marginados y no lograron los lugares principales necesarios para hacer efectivas sus ideas. Es la oculta acción de los factores de poder, que vallando su camino les impidieron llegar a los puesto de conducción del Estado. Tal lo que ocurrió también con Bernardo de Irigoyen. Como rememora Sampay, Irigoyen había comenzado a desarrollar actividades para alcanzar la presidencia de la República, y por misteriosos acontecimientos tuvo que desistir de ello. Sin embargo, Manuel Quintana, el abogado que acompañaba al embajador extranjero en la mencionada entrevista que mantuvo con Irigoyen, y que abogando por los intereses del Banco de Londres y Río de la Plata cometió el inaceptable “exceso”, alcanzó a ser designado Presidente de la Nación Argentina. Sampay lo denuncia, y en este libro se encuentran documentos que seguramente evidencian el porqué de tan lamentable postergación.
2.2
16 conf., Arturo E. Sampay, “El derecho y la soberanía argentina”, pág., 14; v. también Arturo E. Sampay, Discurso en la entrega del Premio General Enrique Moscóni, 1972, “Realidad Económica” N° 11, pág., 72.
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En la Introducción a “La Doctrina Monroe y la Constitución Argentina”, Sampay rescata la idea de Matienzo acerca de la interpretación nacional o popular -que lo mismo es- de la Constitución Argentina. Allí Sampay señala que por interpretación nacional o popular entiende que todas las leyes, incluida la suprema que es la Constitución, deben ser desentrañadas en su sentido y aplicadas conforme a la enseñanza de Cicerón, el príncipe de los juristas: “Téngase como suprema finalidad de la ley el bienestar del pueblo”. Ollis salus populi suprema lex esto. Porque la ley tiene por objeto efectuar la justicia, y el propósito esencial de la justicia es dar a cada uno de los miembros de la comunidad las condiciones de vida necesarias para desarrollar plenamente su personalidad.
Ahora bien: en lugar de compendiar el pensamiento de Matienzo, con párrafos de sus obras Sampay compone lo que los antiguos llaman un Florilegium politicum, esto es, una selección de trazos de sus escritos que por sí solos expresen un sistema de ideas políticas, del cual dimana el referido método de interpretar la Constitución. Son un conjunto de ideas que exponen el sentido nacional del designio que guió la actuación pública de Matienzo. Y entre los diversos conceptos que incorpora relacionados con el tema de estas Palabras Liminares, se encuentran varios que se refieren a la Constitución, y que hacen a la soberanía y su efectiva vigencia.
Cabe entonces que vayamos a penetrar en el pensamiento de este otro gran jurista nacional, el doctor José Nicolás Matienzo, que en el año 1916 ya había enunciado la doctrina de que el principio de la soberanía nacional impone primero, que la jurisdicción argentina no puede ser transferida a tribunales o árbitros extranjeros por convenciones particulares ni pactos internacionales, y segundo, que los pleitos de la nación y de los entes estatales con los particulares no pueden ser sometidos a árbitros. Esta doctrina de Matienzo resuelve una grave cuestión político-económica.
Bien expresa Matienzo que el objeto del Derecho Constitucional es la Constitución Argentina. Pero no hay que creer que él se reduce a la explicación del texto escrito de la Constitución. Tal género de interpretación -dice- sería impropio en una Facultad que se denomina de Ciencias Jurídicas y Sociales. La Constitución tendrá, pues, que ser estudiada científicamente, es decir, no sólo en su letra, sino sobre todo en su práctica, en sus antecedentes históricos y en su función política. Las Constituciones se hacen para los pueblos y no los pueblos para las Constituciones17.
Sostenía que la Constitución se debe ejercitar “con espíritu nacionalista”18. Observó que la República se ha caracterizado por la “creciente subordinación del pueblo argentino a las empresas extranjeras que le chupan la savia económica en forma de intereses usurarios, que van a pagar impuestos al soberano de Inglaterra19. Los imperios contemporáneos (el británico, el norteamericano, el alemán, el francés y el japonés), apuntaba Matienzo tienden a la dominación del mundo, empleando alternativa o simultáneamente, medios militares y pacíficos. Entre los medios pacíficos usados por estas potencias y por las que aspiran a igualar su poderío, los hay comerciales, industriales, culturales y religiosos. Los banqueros, los empresarios de ferrocarriles, los concesionarios de minas, los profesores o militares, los misioneros católicos o protestantes, protegidos y dirigidos más o menos encubiertamente por sus respectivos gobiernos, sirven los propósitos imperialistas de éstos, llevando a cabo la penetración pacífica de las naciones dominantes en las naciones dominadas, y dando con sus actos, en las oportunidades adecuadas, motivos o pretextos a conflictos diplomáticos y a intervenciones compulsivas, que suelen terminar en guerras de conquistas. En los tiempos que corren, se advierte una gran tendencia al establecimiento de una plutocracia mundial, con menoscabo de la soberanía de los pueblos
17 “Derecho Constitucional”, tomo I, Introducción, pág. IX-X.
18 “Diario de Sesiones”, Cámara de Senadores de la Nación, 2 de agosto de 1932, tomo I, pág. 1011.
19 “La política argentina. Bosquejos de crítica y de historia contemporánea”, pág. 43.
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débiles. Concluía, que ahora esta guerra económica se lleva adelante a fin de asegurar concesiones, no sólo de ferrocarriles, sino también de minas o yacimientos minerales20
Sampay trajo a nuestro tiempo la denuncia de Matienzo, y señaló que “en un libro tan ardoroso como osado, enrostra a la oligarquía su complicidad en la expoliación de que hace víctima al país el imperialismo inglés, y culpa a ambos de que para salvaguardar sus privilegios excluyan de la política a las masas populares”21.
En tal sentido, en el discurso pronunciado en el acto de entrega del Premio General Moscóni al Dr. Salvador M. Lozada, expresaba Sampay que los países dominantes, inversores de escasos capitales suyos, pero apropiadores en gran escala de recursos naturales y financieros nativos, imponen a los países dominados una administración de justicia ad hoc: lograr la inmunidad de sus manejos. Es decir, las controversias de intereses en los que son partes, deben ser dilucidadas en los tribunales del exterior que ellos determinan y sin eufemismos hablando: ante “sus jueces”. Como es de observar, -decía- se trata de una fibra más de las que componen la coyunda con que atan a su yugo a los pueblos dependientes22.
Matienzo también exponía un concepto elemental que es imprescindible tomar en cuenta. Las Naciones que llegan a organizarse en Estado, no son idénticas entre sí: tienen muchas diferencias; porque no siempre están en el mismo grado de civilización ni habitan en la misma clase de territorio ni gozan del mismo clima ni tienen las mismas vecindades; fuera de que se ven obligadas, por virtud de su situación económica, militar, política o internacional, a tener relaciones diversas con el resto de la humanidad. Cada Nación, entonces debe realizar sus fines con algunas desemejanzas respecto de las otras, porque todas estas diferencias de organización natural deben traducirse, en definitiva, en diferencias de organización constitucional23.
Otro concepto relevante que afirmó Matienzo y que es necesario no olvidar y considerar en el tratamiento de estos temas en nuestra realidad contemporánea, es que la sociedad asimila toda invención que sea útil para su conservación, felicidad y perfeccionamiento. Lo que ella no hace suyo no vale nada. Y cuando un procedimiento, un sistema o un aparato dejo de satisfacer las necesidades esenciales de la vida social, la sociedad se libra de ellos por un cambio de conducta lento o rápido, es decir, por evolución o por revolución24. Por ende, sostuvo que “la reforma de las instituciones puede efectuarse sin alzamiento ni empleo de fuerza; y ninguna nación civilizada prohíbe que su forma de gobierno se discuta pacíficamente. Esta observación es extensiva a la critica de la actual organización social, que no sería razonable prohibir, porque ello importaría crear una presunción absoluta y absurda de que la humanidad ha alcanzado ya el máximun de su perfeccionamiento”25. De esa forma ponía en evidencia el contrasentido histórico de eternizar y dogmatizar las doctrinas interesadas que abonan las pretensiones de evitar que se modifiquen las estructuras económicas que llevan al atraso, al sometimiento de los pueblos, y por tanto, a que perdure la injusticia social en los mismos26.
El progreso de la ciencia jurídica -dijo Sampay- importa concebir reglas obligatorias de conducta social destinadas a imponer, cada vez mejor y de modo más
20 José Nicolás Matienzo, “La doctrina Monroe y la Constitución Argentina”, capítulo III, “El imperialismo y las leyes argentinas”, págs., l02/106.
21 A.B.C., José Nicolás Matienzo, “La política argentina/Boquejos de crítica y de historia contemporánea”, Buenos Aires, 1904, pág., 43; v. Arturo E. Sampay, “Constitución y Pueblo”, 1ª edición, pág., 112).
22 conf., Arturo E. Sampay, “Realidad Económica” N° 11, pág., 72.
23 “Derecho Constitucional”, La Plata, 1819, tomo I, pág. 3.
24 “La civilización es obra del pueblo y no de los gobernantes”, pág. 42.
25 José Nicolás Matienzo, “Cuestiones de Derecho Público Argentino”, Buenos Aires, 1921, tomo 1, págs. 336/337
26 conf., Arturo E. Sampay, “Constitución y Pueblo”, 2ª edición, pág., 226
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rápido, el progreso de la justicia. Y el progreso de la justicia se impone cuando la sociedad descubre, con el desarrollo de su conciencia jurídica, su imperfecta composición y las desiguales condiciones de vida que la aquejan, y, con el desarrollo de sus técnicas de producción, la posibilidad de remediar tales defectos. De todo, lo que acabo de exponer se deriva que la misión del jurista es afianzar y acrecentar la práctica de la justicia, por lo que nada hiere más su sensibilidad profesional que cuando las clases dominantes, para conservar sus ventajas, impiden la transformación del derecho positivo y proclaman dura lex sed lex, por expresar que el orden legal establecido aun siendo inicuo para grandes sectores de la población debe ser rigurosamente aplicado; porque hay que aceptar la fórmula quod principe placuit legis habet vigoren, en el sentido de que una orden de la autoridad pública es derecho aun cuando la estatuyan aquellos qué, adueñados del poder político, utilizan los medios de coacción jurídica para salvaguardar sus privilegios; siendo que la función propia del poder político es reglar determinadas acciones interpersonales con la justicia, y que el uso correcto de aquellos medios de coacción es forzar a los renuentes a obedecer las normas de justicia sancionadas por el poder público27.
Sostuvo Matienzo que la Constitución Nacional de 1853 no confiere a los monopolios extranjeros cuanto le reconoce a los argentinos, pues “los únicos extranjeros a que acuerda los derechos civiles de los ciudadanos son los habitantes de nuestra población”, pero no los que han venido al país a negociar o los que residen habitualmente fuera del país28. Al presentar su proyecto de ley sobre bienes raíces y minas Matienzo también invocó dicho principio29. Y en tal sentido agregaba Sampay que cuando la Constitución propicia “la importación de capitales extranjeros entendía que se refiere a los que se incorporan al país dejando de ser tales y que, por lo mismo, no generan beneficios remesables al exterior, porque, si no, propugnaría que la economía nacional estuviese manejada desde afuera; siendo que la política que adopta con respecto a los extranjeros es muy explícita cuando consagra el ius soli para determinar la nacionalidad de los vástagos de los inmigrantes, puesto que si hubiera permitido el ius sanguinis, el país con el andar de los años, habría estado formado por una mayoría de súbditos de otras soberanías30.
En los tres artículos que reunió e integran su libro referidos a política internacional Matienzo describe los orígenes y motivaciones de la Doctrina Monroe, y marca los errores históricos y jurídicos en que a menudo se incurre al apreciar el objeto y la aplicación de la misma. Así sostuvo que a más de un siglo de su enunciación por el presidente de los Estados Unidos que le ha dado su nombre, y desaparecidas las circunstancias que la motivaron, ella se emplea ahora por numerosos estadistas de aquella nación como un instrumento de hegemonía sobre los pueblos americanos que no hablan inglés. Allí denunciaba precisamente: el acto de la Gran Bretaña, de usurpación a la soberanía Argentina en Malvinas, que violó evidentemente la Doctrina Monroe, pero el gobierno de los Estados Unidos no quiso reconocerlo así. Y al respecto en abril de 1929 Matienzo señala en el capítulo titulado “Política Continental y política mundial” que ha tratado de parangonar la política argentina con la norteamericana, demostrando la superioridad de la primera sobre la segunda, cuya publicación no fue admitida en “La Nación” de Buenos Aires, por haberla creído inconveniente el director de dicho diario en aquel tiempo, D. Jorge A. Mitre; y que “el artículo fue acogido benévolamente en ´La Capital´ de Rosario”. Ello revela la actitud que asumen grandes medios periodísticos en
27 Arturo E. Sampay. “El derecho y la soberanía argentina”, págs., 120/121.
28 José Nicolás Matienzo, “La doctrina Monroe y la Constitución Argentina”, Buenos Aires, 1929, pág., 36.
29 “Diario de Sesiones”, de la Cámara de Senadores de la Nación, sesión del 12 de marzo de 1933, tomo I, pág. 140/142.
30 conf., Arturo E. Sampay, “Constitución y Pueblo”, 2ª edición, pág., 239.
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temas principales, cuando van por la senda equivocada a contramano de los intereses del país.
También decía Sampay que décadas atrás la Corte Suprema de Justicia llegó a hacer suya la “doctrina Matienzo” gracias al empeño de uno de sus miembros, el doctor Benito Nazar Anchorena, que fue también un juez ejemplar en cuanto atañe a la defensa del patrimonio nacional. Pero no dejó de señalar que salvando las honrosas excepciones del art. 1° del Código Procesal Civil de la Nación -vigente en dicha época- y del inciso i) del art. 3° de la ley 19.231, ésta ha sido abandonada por el gobierno del país. En efecto, en el contrato de locación de servicios firmado en 1968 entre la empresa argentina Naviera Pérez Companc y Yacimientos Petrolíferos Fiscales, se pactó la competencia de los tribunales de Nueva York para dirimir los conflictos de intereses de las partes. Dicha política después fue adoptada en las operaciones de crédito público, que también incluyeron cláusulas de prórroga de jurisdicción a favor de los tribunales de Nueva York o de otras sedes de asiento de los acreedores externos.
De tal forma, fiel a los principios esenciales del llamado
Se advierte así la trascendencia de los conceptos de Matienzo, y que Sampay incorporó a este libro, como también las consecuencias que su abandono ocasionó durante el gobierno de facto instalado en el poder en 1976, y por las nefastas políticas de la década de fines del siglo XX. Es así que la Argentina sufrió una enorme pérdida en su capacidad de adoptar decisiones sobre política económica y social; pero también de invocar la jurisdicción territorial de los tribunales nacionales en importantes cuestiones que hacen al orden público nacional, a causa de los Tratados de Promoción y Protección de Inversiones que se celebraron en ese período. Todo ello afectó a sus cualidades de Estado soberano y dejó las graves consecuencias que sufrió su población.
2.3
Ingresemos al estudio de Sampay sobre los “Gobiernos de facto y conversión de bienes nacionalizados en bienes privados”, que dedicara “a la memoria de Bernardo de Irigoyen, modelo de jurista nacional”; después utilizaremos estos conceptos para analizar los sucesos históricos que en esta cuestión ocurrieron en nuestro país y les daremos el encuadre que según ellos corresponde; y finalmente veremos lo que designamos como el eclipse de la Constitución.
Comenzaremos por señalar que un gobierno de facto que quiebra el sistema democrático constitucional para instalar un gobierno autocrático puede ser un accidente en
31 conf., Juan M. Farina, “El derecho comercial en el mundo globalizado”, Ad Hoc, 1ª edición, 2005, pág., 33.
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la vida de un pueblo y entonces no ha de generar cambios sustanciales en el régimen político del país. En todo tiempo se admitió que la vigencia de las reglas, prácticas o leyes, incluso las de más elevada categoría, pudieran padecer eclipses transitorios al ocurrir circunstancias críticas, de urgente atención, aunque para ello fuera preciso apelar a medidas o procedimientos desusados en la pacifica normalidad32. Pero lo que marcó a nuestra crisis con caracteres graves, es la reiteración con que se recurrió a esas anomalías, tras la argumentación que ofrece el estado de necesidad o de emergencia constitucional como fundamento jurídico del poder de hecho.
Las repetidas interrupciones que en nuestro país ha sufrido el orden institucional en el siglo XX, fueron expresión de la “crisis” del régimen de la Constitución jurídica de 1853, generada por tensiones en su infraestructura sociológica. La crisis institucional franquea el paso al seudo-constitucionalismo formal y da pábulo al subdesarrollo, con su contracara de injusticia social. La República ha vivido extensos períodos de facto y en su decurso, con una constante apelación a ese estado de emergencia, han quedado encubiertas las tensiones que se producen en la base cultural-económica (Constitución real) y que se corporizan en la inestabilidad jurídico-institucional (Constitución formal)33.
La entidad jurídica que denominamos gobierno de facto ocupa únicamente el período de transición que se inicia desde que emerge en contradicción con el orden jurídico preexistente hasta que se afianza en uno nuevo, con legitimidad constitucional, si es que ello llega a suceder. Gobierno de facto y gobierno revolucionario “no son dos categorías paralelas y situadas en un mismo nivel, sino que ambas están en relación de genero y especie. Toda revolución crea una situación defacto y el gobierno que surge de ella es, por ser un gobierno revolucionario, un gobierno de facto”34. Y esto, en términos similares se debe entender que ocurre también en el golpe de Estado. En ambos casos se quiebra la continuidad de la Constitución-jurídico formal vigente y se instalan gobiernos transitorios, que en un principio no poseen más títulos que los que le confiere la fuerza del hecho consumado, o sea “la fuerza normativa de lo fáctico”, como le llama Jellinek.
El golpe de Estado es siempre limitado en sus objetivos. Se diferencia de la revolución como concepto y realidad. En toda revolución tiene que formarse un gobierno provisional, que por su propia naturaleza es un gobierno de facto, “hasta que se produzca la nueva decisión política del sujeto del poder constituyente”35. En Aristóteles se encuentra ya una clara diferenciación entre dichas alternativas del proceso social, desde que distingue los casos en que la Constitución es sustituida y en los que se la mantiene tal como estaba36. Cambio del régimen político y de la Constitución que lo conforma o reafirmación de ella por el sector social dominante son la esencia de la revolución y del golpe de Estado.
A partir de Santo Tomas se distingue el gobernante ilegítimo por el origen y al ilegítimo por la finalidad que le asigna al poder. Quien usurpaba el cargo de un príncipe legítimo era un tyrannos ex defectu tituli y aquel que detentando un poder legítimo lo utiliza en contra del bien común era un tyrannus ex parte exercitti, y se transformaba en un gobernante ilegítimo.
El gobierno de facto comienza con la quiebra de los procedimientos previstos por el derecho positivo para la designación de los gobernantes, y al cual la
32 conf., Faustino J. Legón, “Tratado de Derecho Político General”, Ediar, Buenos Aires, 1959, T, II, p. 385.
33 v., “Jorge Francisco Cholvis, “Los gobiernos de facto, sus secuelas jurídicas y la reforma de la Constitución”, Revista Jurídica “La Ley-Actualidad, 24 de julio de 1990.
34 Andrés Fink, “Los gobiernos de facto ante el derecho y ante la circunstancia política”, Depalma, Buenos Aires, 1984, p. 85.
35 Carl Schmitt, "Teoría de la Constitución", Alianza Universidad Textos, Madrid, 1982, pág. 77.
36 conf., Carlos Sánchez Viamonte, "El Constitucionalismo. Sus problemas", Editorial Bibliográfica Argentina, Buenos Aires, 1957, pág. 544.
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población le reconoce “autoridad” apenas advierte que quienes la ejercen cuentan con los medios necesarios para mantener la paz interior y hacer efectivas sus decisiones. Por su potencial capacidad para preservar el orden -valor cronológicamente prioritario-, el pueblo le presta inmediatamente obediencia pasiva, con lo cual el poder de facto legitima su existencia merced a la probada capacidad que posee para satisfacer la necesidad social que exige el ejercicio de la autoridad. Al gobierno de facto le incumbe ejercer todas las atribuciones inherentes al poder público, incluso la de legislar sobre las distintas especies de relaciones interpersonales, pues las cuestiones sociales deben ser resueltas conforme a su naturaleza y cuando aparecen. “Y por eso también tal especie de autoridad, a pesar de su falta original de justo título, tiene en principio la facultad de sancionar cualquier especie de leyes pues la comunidad precisa que su gobierno transforme en obligatorias y, por consiguiente, en potencialmente coactivas a cuantas normas de justicia sean necesarias para su existencia y desarrollo“37. Pero, como señala Sampay, si la ciencia jurídica se limitara a considerar la incidencia de aquel hecho político violento sobre el orden legal vigente, omitiendo saber qué sector social y con qué sentido abroga la normalidad constitucional, no podría verificar, como debe hacerlo, si tal acción es justa o injusta en lo principal, para entonces calificar de legítimos o de ilegítimos a los actos esenciales de la autoridad de facto en el momento histórico dado.
Queda claro que el gobierno de facto es el corolario de una acción política violenta que quebranta los preceptos orgánicos de la Constitución jurídica-formal del Estado; esto es, las normas legales que reglamentan la personificación y el ejercicio de los poderes soberanos de la comunidad. Entonces, como la justicia de los actos de un gobierno de facto no puede ser estimada con el criterio de legitimidad moral establecido en el derecho positivo, porque este tipo de gobierno puede suprimir o modificar sin trámite a los órganos públicos constituidos para ejercer ese control y abrogar los principios constitucionales que condicionan la legalidad material de los actos del poder político, resulta que la ciencia jurídica debe calificar los actos que corrientemente realizan tales gobiernos a través de la justicia que contienen. A este respecto cabe señalar que las reglas aplicables al gobierno de facto se extraen enteramente de lo justo natural, porque nada preestablecido en el derecho positivo sujeta a este tipo de gobierno, sino que por el contrario con él la ley es avasallada, pues al posesionarse de los poderes “incontrastables” del Estado, deroga explícita o implícitamente los preceptos legales que prohíben su existencia o coartan su acción. Por lo tanto, la justicia de sus actos no puede ser estimada con el criterio de la legitimidad moral establecido en el derecho positivo, y en tal virtud es a todas luces necesario calificar esos actos conformen a la justicia que contienen y a partir de allí ha de saberse cuáles de ellos son válidos y cuáles no. “La legitimidad moral de los actos de un gobierno de facto es la conformidad de estos actos con la justicia”38.
Por ello, para caracterizar las insurrecciones justas y las injustas, se habrá de tener en cuenta que cuando la ascensión al gobierno de la comunidad mediante el quebrantamiento por la fuerza de las normas preestablecidas para designar los gobernantes la realizan sectores sociales hasta entonces extrañados del ejercicio del poder político y del manejo de los recursos sociales y lo hacen para impulsar el progreso de la justicia, se está en presencia de una acción justa, de una revolución social que busca transformar la Constitución real de la sociedad para bien de los sectores populares; en tanto que cuando a esas formas las violenta el sector social dominante para reforzar el poder que ejerce e impedir los cambios legales en dirección al progreso de la justicia, se está en presencia de una acción injusta denominada “golpe de Estado”, que reafirma lo principal de la
37 Arturo E. Sampay, “Gobiernos de facto y conversión de bienes nacionalizados en bienes privados”, en “El derecho y la soberanía Argentina”, pág., 123.
38 conf., Arturo E. Sampay, “Constitución y Pueblo”, Cuenca Ediciones, 1ª edición, págs. 152/153.
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Constitución real aun cuando abrogue o convierta en letra muerta la parte de la Constitución escrita que le amenace o perjudique sus intereses39.
Sampay caracteriza con precisión que en nuestra época, políticamente calificada por la existencia de constituciones promulgadas en un complejo de normas inmodificables por los procedimientos ordinarios de legislar, las insurrecciones injustas, que como sabemos se denominan golpes de Estado, se desenvuelven de la siguiente manera: si bien la dogmática jurídica desvincula mentalmente de la realidad política a la Constitución codificada para hacer perdurar las intenciones originales de la clase social que la dictó, los sectores populares, con sus apremiantes exigencias de igualdad en las condiciones de vida, la penetran con sus ideas y mediante el ejercicio de la democracia tratan de transmutarla en una “Constitución viviente”, a fin de que, mediante una interpretación evolutiva de sus textos, los viejos moldes sirvan de cauce a nuevas normas de la justicia. Ante este hecho, los miembros de la población opuestos o apegados a la rutina del orden y los más porque estos cambios les extinguirían sus privilegios, y que manejan los resortes efectivos del poder a pesar de no contar con la representación de la mayoría de la población -precisamente por esa actitud reacia al progreso de la justicia-, abrogan por la fuerza los procedimientos establecidos por medio de los cuales los sectores populares ascenderían al gobierno de la comunidad40.
De tal forma, concluye Sampay, aquel sector social privilegiado, con coherencia ideológica -a partir de su falsa concepción de que lo justo es una interesada imposición del más fuerte-, desconoce el derecho natural del pueblo a darse sus propias formas constitucionales, derecho que a partir del abate Sieyés se llama poder constituyente, y en cambio afirma que el titular de este derecho es cualquier grupo, la oligarquía por ejemplo, que posea la fuerza suficiente para decidir sobre semejante materia fundamental. De aquí que, en nuestra época los estatutos básicos dictados por la exclusiva voluntad de los gobernantes surgidos de un golpe de Estado, se proponen robustecer privilegios del sector social dominante y detener el avance de la justicia promovido por los sectores populares.
De los múltiples actos que realiza cualquier régimen político, lo que caracteriza a una organización social y al ejercicio del poder político con referencia a la Justicia, es el hecho de imponerla o dejarla de imponer en la materia de gobierno que es esencial en un determinado momento histórico. En nuestros días la materia esencial de gobierno tiene como objetivo dar a los miembros de la comunidad los bienes materiales y culturales que le permitan realizarse íntegramente como persona humana. La libertad, la cultura intelectual y la conciencia jurídica, imponen la necesidad de reconocer en el pueblo el artífice que decide cuáles son las medidas a tomar para realizar la Justicia, a través de la denominada “legitimación democrática o política” que requiere el ejercicio del gobierno.
En las condiciones histórico-sociales de nuestro tiempo no debe confundirse la “legitimación sociológica” del poder de facto, que implica obediencia pasiva a quienes sin título disponen de los medios públicos para mantener el orden, con la “legitimación política”, de las resoluciones que tome en la materia esencial de gobierno. El consentimiento implícito que en la Edad Media sirvió para dar asidero a la “tácita” legitimación de la política del “tyranno ex defectu tituli”, se ha convertido en la actualidad en un argumento especioso, puesto que se lo asimila al consentimiento sobreentendido o callado que el pueblo le presta a la política de un gobierno de facto. La complejidad de las sociedades modernas, el desarrollo de los medios de comunicación y de transporte, como también el enorme crecimiento de otros medido de dominación social que se hallan en manos del Estado ponen bien de manifiesto que la pasividad o el silencio del pueblo no
39 conf., Arturo E. Sampay, “Constitución y Pueblo”, 1ª edición, págs., 123/124.
40 Arturo E. Sampay, “Gobiernos de facto y conversión de bienes nacionalizados en bienes privados”, en “El derecho y la soberanía Argentina”, pág., 126/127.
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pueden servir como elemento de juicio para dar por cierta una tácita aprobación acerca de la política esencial de los gobiernos de facto, ni le puede otorgar “investidura plausible”, a esos efectos.
Sampay sintetiza y afina la distinción de conceptos afines. La legitimidad sociológica consiste en la obediencia que los gobernados prestan a quienes apoderándose del gobierno imponen orden en la comunidad. La legitimidad moral de los actos de un gobierno es la conformidad de estos actos con la justicia. La legitimidad democrática o legitimidad política es la aprobación por el pueblo del género de medidas a tomar para efectuar la justicia en la materia de gobierno históricamente esencial, aprobación que debe operarse prestando consentimiento expreso a esa política o eligiendo a los gobernantes que la deciden. La legalidad material está constituida por normas moralmente legítimas de conducta social fijadas en el derecho positivo, normas, entonces, que valen como derecho positivo si no vulneran la justicia. La legalidad formal es la manifestación de la voluntad de los órganos del Estado siguiendo los procedimientos preestablecidos en el derecho positivo41.
Es preciso comparecer ante el verdadero titular de la soberanía, el auténtico sujeto del poder constituyente. Cuando Talleyrand decía que “teniendo las bayonetas, puede hacerse de todo, menos sentarse en ellas”, quería dar a entender, en esta forma epigramática, que disponiendo de las bayonetas el gobernante podía momentáneamente hacer todo cuanto se le antoje, todo menos convertirlas en un fundamento sólido y permanente de poder. Por ello, no hay que olvidar que la idea de la continuidad involucra no solo la estabilidad, sino además “la legitimidad de las instituciones”42, y también hay que tener presente que la única seguridad jurídica con validez efectiva es la que surge de la “legitimidad” del poder 43.
Pone en evidencia Sampay que el sector social que posee las riquezas de los países altamente desarrollados, países que por lo mismo predominan económica, política y militarmente, expolian a la población de los países atrasados desde que, apoderándose de sus recursos naturales y financieros e invirtiendo allí libremente sus capitales, hacen que la producción de estas comunidades dependientes no tiendan, ante todo y con racionalidad, al bien de su pueblo, sino a secundar las economías de los países altamente desarrollados y a aumentar las ganancias usurarias de sus empresas, ganancias que en lugar de ser aplicadas en el país que las genera, para promoverle su desarrollo integral y autónomo, se las remesa a los países dominantes.
Consecuentemente, en nuestra época, la lucha por la justicia se despliega de esta suerte; los sectores populares de los países indesarrollados, como que son la aplastante mayoría de la población, demandan la posesión del poder político para encuadrar los recursos sociales en un plan destinado a conseguir en el menor tiempo posible una producción moderna suficiente para todos; los particulares dueños de estos recursos tratan por cualquier medio, de perpetuarse en el gobierno de la sociedad para impedir que el Estado maneje las riquezas, lo cual importa dejárselas administrar a guisa de su exclusivo interés individual.
Sampay precisa que los actos ordenados a promover el avance de la justicia, conforman las llamadas nacionalizaciones de fuentes de recursos naturales, instrumentos y
41 conf., Arturo E. Sampay, “Gobiernos de facto y conversión de bienes nacionalizados en bienes privados”, en “El derecho y la soberanía Argentina”, pág., 133.
42 Maurice Hauriou, “Principios de Derecho Público y Constitucional”, Instituto Editorial Reus, Madrid, 2ª edición, pág. 290.
43 “Jorge Francisco Cholvis, “Los gobiernos de facto, sus secuelas jurídicas y la reforma de la Constitución”, Revista Jurídica “La Ley-Actualidad, 24 de julio de 1990.
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organizaciones dedicadas a la producción y distribución de bienes. La nacionalización consiste en transferir a entes públicos o a asociaciones de interés colectivo la propiedad de medios de producción y cambio, a fin de utilizarlos exclusivamente para lograr que el pueblo participe de los beneficios de la civilización. El fisco siempre ha sido propietario de bienes y aun de bienes de producción, pero lo que particulariza a las nacionalizaciones o socializaciones del presente es que tienen por única finalidad elevar las condiciones de vida del pueblo y que las nuevas apropiaciones públicas de tales bienes y su administración se cumplen mediante la democracia, es decir el gobierno de los sectores populares. Corresponde añadir -enseñaba Sampay- que esta apropiación pública emerge de la propia estructura de los medios modernos de producción y cambio, debido a que por sus elevadísimos costes y a su extraordinaria complejidad, exigen para su adquisición y explotación un concurso de factores compuestos por la dirección organizativa de algunos, por el trabajo de un gran número de obreros, por el aporte científico de muchos y por la utilización del ahorro de todos44. Los “bienes nacionalizados” difieren de los “bienes estatales” porque los primeros están afectados a la gestión pública de negocios para conseguir una producción moderna suficiente para la totalidad del pueblo, y los segundos están afectados al cumplimiento de los actos de imperio y de los servicios de derecho público del Estado.
Nos dice Sampay que son justos los actos de un gobierno de facto dirigidos a lograr los bienes suficientes para todos los miembros de la colectividad, e injustos los que, por defender o restablecer privilegios del sector poseyente de los medios de producción, obstaculizan la realización de ese designio humano primordial. Por ende, sostuvo que resultan nulas las desnacionalizaciones ejecutadas por un gobierno de facto cuya política sobre esta cuestión no haya sido objeto de una legitimación democrática, porque el administrador de esos bienes, que es el gobierno, ha alienado un bien ajeno sin tener para ello mandato del propietario, que es el pueblo. Y los particulares que los adquieren proceden mala fides, ya que son públicamente conocidas las circunstancias que hacen que el enajenante carezca de poderes para trasmitir el dominio de tales bienes ajenos. En consecuencia, entiende que la reivindicación por el pueblo de los bienes así desnacionalizados no da derecho, a esos adquirentes, a percibir indemnización alguna. Y por igual motivo, los tratados internacionales celebrados por gobiernos surgidos de un golpe de Estado que se proponen consolidar tales privatizaciones inmunizando los bienes de las empresas de los países dominantes, pueden ser rescindidos una vez transpuesto el interregno democrático, porque los vínculos convenidos subsisten mientras no cambia sustancialmente la situación que había en el momento que se los instituyó, máxime cuando tales vínculos son injustos45.
Cabe remarcar entonces que Sampay, enfatizaba que no debe confundirse la legitimación sociológica del gobierno de facto, o sea el hecho de aceptar el pueblo como gobierno a quienes sin título jurídico disponen de los medios públicos para mantener el orden, con la legitimación política de las medidas tomadas por un poder de facto en materia históricamente esencial de gobierno. Ya que en nuestro tiempo es artificiosa la doctrina del consentimiento tácito del pueblo respecto a la política de un gobierno de facto.
En la disidencia del Ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Tomás D. Casares en la causa “Municipalidad de la Capital C. Meyer, Carlos M.”46, encontramos una precisa caracterización del gobierno de facto y de las limitaciones que restringen sus facultades, no tenida debidamente en cuenta en desarrollos posteriores con
44 conf., Arturo E. Sampay, “Gobiernos de facto y conversión de bienes nacionalizados en bienes privados”, en “El derecho y la soberanía Argentina”, pág., 129/130.
45 conf., Arturo E. Sampay, ibídem, pág., 130.
46 Corte Suprema de Justicia de la Nación, abril 2 de 1945, “Fallos” 201:249, Rev. La Ley 38-89.
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motivo de los subsiguientes gobiernos de facto. Casares expresaba que “debe ser breve, por su propia índole, la actuación de un gobierno de hecho como tal, puesto que la autoridad política debe ahorrarle a la comunidad que rige cuanto de anormalidad puede serle ahorrado en el tiempo y en el modo. Que si al gobierno de hecho le son inherentes, en cuanto gobierno, facultades legislativas, la determinación de ellas “es propia de un juicio de prudencia política en cada oportunidad”; decía también que no obstante seguirse de todo lo anterior que ante el hecho consumado de una revolución, lo que durante el tiempo indispensable para el establecimiento del orden institucional realice un gobierno de hecho con la irregularidad formal impuesta por la disolución accidental de los órganos normales de realización, valdrá a pesar de su irregularidad en cuanto lo hecho este en orden de la Justicia y los principios de la Constitución (...); no se sigue, sin embargo, la identidad de la actuación de un gobierno de hecho con la de una autoridad política institucionalmente constituida”, y por ello, “debe recurrir a las facultades aludidas como una medida de prudencia y continencia sumas”. Por ultimo, para Casares “la existencia de un gobierno de hecho establecido por una revolución supone un asentimiento colectivo originario; de él sigue dependiendo, y en él esta el contralor conforme a la naturaleza de las cosas”.
En esta disidencia se descubren, por ende, los elementos que explican la existencia de un poder de facto y que convalidan sus actos de gobierno, como también sobre el control final de los mismos. Ellos son: el “asentimiento colectivo originario”, como legitimación sociológica de ese poder, la legitimidad moral que le concierne “en cuando lo hecho esté en orden de la Justicia” y la legitimidad política o democrática que depende también del asentimiento colectivo, en donde “esta el controlador conforme a al naturaleza de las cosas”.
La sucesiva Corte “de facto”47 tomó principios que emergen de dicha disidencia y de la jurisprudencia que a partir de 1947 comenzó a adoptar el Tribunal, pero aplicándolos a diferentes circunstancias históricas, políticas y sociales. El caso entonces adquiere características diametralmente distintas. Ya no se tienen en cuenta precisiones como las que Casares formulara en su conocida disidencia. Ya no existe ninguna restricción, y lo que solo cuenta es el mando, la voluntad omnímoda del poder “efectivo”, que “apenas instalado” se autoatribuye las facultades legislativas (“Fallos”. 238:76; 240:228; 240:235; 243:265). Poco era, pues, lo que faltaba para que los gobiernos de facto asumieran el ejercicio del poder constituyente. Y esto no tardó en ocurrir, y así se inauguró una nueva etapa en la historia de nuestra inestabilidad política.
Con relación a la validez y la vigencia de las normas dictadas por los gobiernos de facto, en nuestro país no ha prevalecido un criterio único ni mucho menos con un desarrollo lineal, porque distintos fueron los enfoques para su consideración, con arreglo a las variables circunstancias histórico-políticas de nuestra crisis institucional. La doctrina sobre los decretos leyes “de facto” no puede ser elevada a la categoría de un sistema orgánico de preceptos positivos, pues por la esencia extraconstitucional que caracteriza al régimen de facto, sus actos con “naturaleza” legislativa -como vimos- no pueden ser referidos a ninguna norma o precepto dotado de fuerza imperativa, y por lo tanto no existen ordenes o reglas obligantes. Bien se ha dicho que si al afrontar esta materia se cae en generalizaciones excesivas y despegadas de la realidad, se corre el riesgo de “extraviarse en una selva teórica”48. Con no poco acierto se expresó hace tiempo que cuantas veces hubo interés en mantener el “derecho intermedio” de un gobierno de facto, la jurisprudencia conservó con fuerza de ley las normas que le eran inherentes, “y utiliza en esta empresa
47 Conf., Pablo Ramella. “Derecho Constitucional”, Buenos Ares, 1960, pág, 710; Jorge Francisco Cholvis, “Jueces con investidura de facto”. “La Ley”, 1983-D-1033.
48 J. F. Fueyo Álvarez, “La doctrina de la Administración de facto”, en Rev. de la Administración Pública, mayo-agosto 1950. Madrid, pág. 42.
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sutilezas jurídicas que no tienen nada de concluyentes”49. La Corte Suprema de Justicia de la Nación, resolvió como última aproximación al tema y a poco de iniciado el gobierno electo por el pueblo en 1983, “que la restitución del orden constitucional en el país requiere que los poderes del Estado Nacional o de las Provincias, en su caso, ratifiquen o desechen explícita o implícitamente los actos del gobierno de facto”50.
2.3.1
De tal forma, con la dimensión que adquirió la doctrina de facto en nuestro país, el seudo-constitucionalismo se convierte en coadjutor de la supra-legalidad “de facto”. Los gobiernos de facto “instaurados tanto en 1930 como en 1943 no se atrevieron a avanzar en el territorio todavía desconocido de los poderes supraconstitucionales como lo hicieron después sus otros sucesores defacto, que pese a los métodos utilizados representaban lo contrario de una revolución”51. Si el 6 de septiembre de 1930 emerge la crisis institucional y se inicia un inordenado período de facto, a partir de 1955, en que se produce en la historia institucional argentina “el primer caso de un gobierno totalmente de facto”52, comienza una nueva serie de gobiernos autocráticos surgido del hecho de fuerza. Estos gobiernos de facto no trataban de fundar su poder en una inserción provisoria en la legalidad con el “juramento” de cumplir la Constitución y las leyes de la Nación, sino que instituyen un régimen supralegal con capacidad para dejar sucesión y perpetuarse, y que sólo reconoce la vigencia de la Constitución escrita en cuanto no se oponga al régimen que instituían.
Luego de ocurrido el primer interregno de facto de este siglo, el Senador Patrón Costa había expresado que “un gobierno surgido de una revolución, que derroca a un gobierno legal, ha de realizar los fines que se propuso la revolución triunfante y por imposición inexorable de los hechos podrá respetar la Constitución y las leyes en cuanto no se opongan a los fines de la Revolución y lo permitan la subsistencia del gobierno y las necesidades de la Nación”53.
A partir de ese origen, con su prolongado y penetrante avance en otros periodos de facto se arriba a la institucionalización de la doctrina de “los fines de la revolución” como integrante del ordenamiento constitucional: “Proclama” del 27.4.56, art. 2; “Objetivos Políticos (Fines de la Revolución)”, 28.6.66; “Acta Fijando el Propósito y los Objetivos Básicos para el Proceso de Reorganización Nacional”, 24.3.76.
En dicho contexto, después de la autoatribución expresa de facultades legislativas 54, asumen el ejercicio “autocrático” del poder constituyente con la “Proclama” del 27 de abril de 1956 que “abroga” la Constitución Nacional de 1949 y reimplanta la
49 Maurice Hauriou. ob cit., pág. 294.
50 C. S., 14.2.84, -Aramayo, Domingo R.-, Fallos 306:72, C. S, 21.8.84 -Amado Gary (h), Fallos. 306:1035; C.S, 9.6.87 -Budaro, Raúl A c. Facultad de Arquitectura-, “La Ley”, 1987-E-191, entre otros.
51 Marcelo Sánchez Sorondo, “Gobiernos de facto y sistemas de supralegabilidad”, La Ley, 1982-B-775
52 Segundo V. Linares Quintana, “Derecho Constitucional e Instituciones Políticas”, Plus Ultra, Buenos Ares. 1981. tomo 2, pág. 488.
53 “Diario de Sesiones del Senado”, año 1932, tomo I, pág, 8, 1ª reunión, 20.1.1932.
54 Decreto 42/55, Adla. XV-A-512; También los posteriores gobiernos de facto mediante decreto 9747/62, Adla XXII-A-735; “Estatuto de la Revolución Argentina”, art. 5, Adla XXVI-B-756; ”Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional”, art.5, Adla XXXVI-B-1021.
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Constitución de 1853/60. Luego, la Asamblea Constituyente de 1957, convocada con la previa proscripción del partido mayoritario que ejercía el gobierno depuesto, tuvo como principal objetivo ratificar el bando militar y reimplantar la Constitución de 1853/60.
En tanto se entendió que la “Proclama” creaba un estado de incertidumbre constitucional y a fin de evitar que el gobierno siguiente la dejara lisa y llanamente sin efecto, se sostuvo la necesidad de lograr una “ratificaron de la situación constitucional argentina” a través de un pronunciamiento expreso” de la Convención Constituyente 55, que le diera validez a la abrogación de la Constitución de 1949, como a la convocatoria a la propia Asamblea Constituyente por el gobierno de facto y que proclamara el “restablecimiento de la Ley Suprema de 1853”56. Ello fue tema esencial de la Convención y así buscó resolverlo con la decisión de su 15ª reunión, el 23 de septiembre de 195757.
Varios años después se confirmaba que “este era el principal objeto de la Convención”, y que cuando se comenzaron a tratar las reformas propuestas, “que en principio significaban reproducir las características más sobresalientes” del texto derogado, pues “incluso había un proyecto que casi era idéntico al famoso art. 40 de la Constitución de 1949”, fue dejada sin quórum al retirarse el “bloque demócrata”, “por propia decisión y con el apoyo de algún sector del gobierno” de facto58. En el “Diario de Sesiones de la Convención Nacional Constituyente” de 195759 figura la declaración que suscriben los convencionales constituyentes que integraban el bloque conservador y en la que señalaban que “si las disposiciones del despacho de la Comisión Redactora hubieran llegado a aprobarse”, habría implicado “la rehabilitación histórica del gobierno depuesto”.
Durante las interrupciones posteriores del orden constitucional que sufrió el país, la Constitución de 1853 quedó abiertamente relegada con relación a la normativa supralegal que en ellas se impuso, en todos aquellos preceptos que se oponían a sus “directivas, “fines” u “objetivos”. Así fue establecido en la “Proclama” del 27.4.56. art. 2; el “Estatuto” del 28.6.66, art. 3 y el del 24.3.76, art. 14. Asimismo se utilizó por el “Estatuto Fundamental” del 24.8.72 la práctica autocrática del poder constituyente mediante la modificación de diversos preceptos de la Constitución de 1853/60, con carácter de normativa constitucional que sobreviviera al golpe de Estado en el posterior régimen “de iure”. Todo ello mueve a que se sostenga que la vigencia de la Constitución de 1853/60 “es puramente de facto”60, y que se haya expresado que durante el último gobierno de facto “el poder constituyente dejo de residir en el pueblo y de hecho el país tuvo una Constitución dispersa a la usanza inglesa”61.
La esencia de dicha supralegalidad consiste en que abrogó o convirtió en letra muerta a las normas insertas en la parte orgánica de la Constitución que hacen al funcionamiento de los poderes del Estado a través de la representación democrática, y las reemplazó con órdenes imperativas que instituyen un gobierno autocrático y concentrado con el carácter de órgano supremo de la Nación, pero consagró la intangibilidad de la parte
55 Horacio Thedy, “Diario de Sesiones de la Convención Nacional Constituyente”, año 1957, tomo I, pág. 238; conf., Rafael Bielsa, “Derecho Constitucional”, Depalma Editor, Buenos Aires. 1959, ps 138/9.
56 Alfredo L. Palacios, “Diario de Sesiones de la Convención Nacional Constituyente”, 1957, tomo I, pág. 321: Luís María Otero Monsegur, ibid, pág. 432.
57 “Diario de Sesiones de la Convención Nacional Constituyente”, 1957, tomo I, pág. 722.
58 Clte. Carlos Sánchez Sañudo, “La historia del Estado de Derecho en la República Argentina entre los años 1943 y 1970”, Revista del Colegio de Abogados de Buenos Aires, 1980, tomo XL. Nro. I, ps 56/77.
59 Tomo II, pág. 1604.
60 José Luís Lazzarini, “La vigencia de facto de la Constitución”, La Ley – Actualidad del 9.2.89.
61 C.S., dic 30-986, “Causa originariamente instruida por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas en cumplimiento del decreto 158/83 del P.E.N.”, voto del Dr. Carlos S. Fayt, “La Ley”, 1987-A-535.
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dogmática en lo que se refiere a las normas de política económica que ella contiene62. Se expreso en tal sentido que “en las bases políticas de las Fuerzas Armadas para el Proceso de Reorganización Nacional”, fundamentalmente se explicita la parte dogmática y esencial de nuestra Constitución63. Aunque como sabemos, ello se limitó a sostener las normas de política económica constitucional, que con una interpretación estática, sirvió para dar base a las políticas “neoliberales”, que se comienzan a aplicar. Con esta normativa incapacitaba al pueblo para decidir acerca de tópicos atingentes a la Constitución real del país, en especial sobre el fin que la comunidad debe perseguir.
Se puede afirmar entonces que si bien los primeros gobiernos defacto, ante la ausencia de precedentes y visto el extraordinario paso que daban en la vida institucional del país, fueron al respecto inordenados e improvisaron respuestas jurídicas con apelaciones a la “doctrina de facto”, los de la etapa que se inicia en 1955, con nuevos y mas sofisticados razonamientos trataron de institucionalizar este régimen normativo supralegal, para convalidar sus actos y otorgarles legalidad, con lo que procuraban implementar un apoyo psicológico: generar suposiciones de legalidad, de permanencia de un orden institucional, y así erigir una postrer imagen de legitimidad en el ejercicio del poder. Aprovecharon las anteriores definiciones jurisprudenciales y políticas, para instrumentar una juridicidad propia y autosuficiente que anteponen a la legalidad en ese entonces vigente.
Todo ello se colocó bajo el prisma de la apariencia externa y decorativa de las formas constitucionales, con lo cual en última instancia se entronizaba el seudo-constitucionalismo, y se le ponían al golpe de Estado las galas del régimen constitucional, con la intención de simular su vigencia. De esta forma, la cuestión de la legalidad del régimen desplaza al problema de la legitimidad; basta que las normas tengan vigencia y que sean acatadas para que el órgano que las sanciona sea legítimo. Se contrapone a este criterio la sentencia que expresa que “el hecho consumado, de por sí, no es criterio de justicia”64. Así se inauguró una nueva etapa de inestabilidad política, en cuyo meollo se encontró el oculto propósito de institucionalizar el golpe de Estado. Olvidaron que “la legalidad es una cualidad de forma, mientras que la legitimidad se refiere a una cuestión de fondo”; esto es, “resulta del consentimiento popular”65.
2.3.2
Durante el período de facto de los años 1966-1973, la conducción de las FFAA que ejercía el poder sanciona los documentos que conforman otra etapa de la supraconstitucionalidad de facto -Acta, Objetivos políticos y Estatuto-66; el régimen erigió un nuevo orden institucional según el cual “por voluntad del sujeto constituyente militar” la Constitución de 1853 regía sólo subsidiaria y parcialmente, sustituida por “una nueva
62 Jorge Francisco Cholvis, “La política económica constitucional y la reforma de la constitución”, La Ley-Actualidad, del 13.12.88.
63 Carlos Pedro Blaquier, “La Democracia como forma y como contenido”, El Derecho 91-844.
64 Faustino J. Legon, “Revolución y Justicia”, La Ley 12-407.
65 George Burdeau, “Derecho Constitucional e Instituciones Políticas”, Editorial Nacional, Madrid, 1981. pág. 476.
66 Véase, Estatuto de la Revolución Argentina, precedido del Acta de la Revolución Argentina, del Mensaje de la Junta Revolucionaria al Pueblo Argentino, y seguido del Acta sobre los Objetivos Políticos de la Revolución Argentina , 28 de junio de 1966.
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estructura constitucional, dispersa e inorgánica” 67. Al concluir el gobierno de facto de la “Revolución Argentina”, el Estatuto que ésta dictara el 28 de junio de 1966 y sus reformas posteriores, se extinguieron de hecho el 25 de mayo de 1973, pues nunca hubo derogación formal y explícita del mismo, dando paso a un nuevo régimen constitucional erigido sobre la base de un cuerpo normativo supremo integrado por la Constitución de 1853/60, con modificaciones introducidas por la Enmienda de 1972 de la misma naturaleza que el fenecido Estatuto; “o sea, creación autocrática de normas constitucionales”68, que sólo rigió brevemente en la etapa necesaria para instalar los poderes de gobierno, con los que el 25 de mayo de 1973 se inicia otro período constitucional.
En dicha época, ante la mencionada disyuntiva que vino padeciendo nuestro país en el plano constitucional, Sampay sostuvo la opinión de que el Congreso debía convocar al poder constituyente originario mediante un plebiscito nacional, “para que decida cuál es la Constitución que debe regir”69. Ante la circunstancia de haber tenido vigencia la supraconstitucionalidad de facto también se expresó en ese tiempo que al perder su supremacía toda Constitución pierde su virtud de tal; y que el texto constitucional de 1853 “no podía estar legítimamente en vigencia nuevamente, sino por un acto legitimante del pueblo”; pero, como ello no ocurrió se afirmaba “que durante el gobierno electo el 11 de marzo de 1973, la Constitución de 1853-60, rigió de facto”70.
Mientras la Ley Suprema rige en su plenitud no se le puede quitar esa calidad de cualquier manera. Si ello ocurre ese texto puede encontrarse transitando la senda que le lleva a ser una Constitución nominal, por lo que en definitiva tendrá que suceder su reemplazo por otro texto que se ajuste a la magnitud del cambio de la Constitución real, y mediante un procedimiento que le otorgue plena legitimidad democrática a ese acto constituyente. Pero, aquella situación también puede ser transitoria y estar causada por los factores reales de poder predominantes en su decisión por mantener sin cambios a la Constitución real vigente, los que luego de dirimido el conflicto logran que se restaure en su plenitud a la Constitución escrita afectada; pero, si no logran legitimar políticamente ese acto mediante un pronunciamiento expreso, por distintas vías utilizarán un criterio ad hoc de interpretación de los hechos ocurridos, con el definido propósito de legalizar la vigencia del texto constitucional restaurado. Por cierto, los embates que llevan a la erosión o desvalorización de la Constitución jurídica, no sólo se producen cuando despuntan los períodos de facto.
La Constitución global es el modo de ser y de obrar que adopta la comunidad política en el acto de crearse, de recrearse o de reformarse71. Después que Lassalle restauró el concepto aristotélico de Constitución real, ha sido admitido por la Ciencia Política contemporánea, en mérito a la verdad que contiene. Para Aristóteles, sabido es, la Constitución es la ordenación de los poderes gubernativos de una comunidad política, de cómo están distribuidas las funciones de tales poderes, de cuál es el sector social dominante en la comunidad política y de cuál es el fin asignado a la comunidad por ese sector social dominante. Se entiende que la Constitución jurídica o escrita fija en un acta solemne las instituciones destinadas a que perdure y se desenvuelva la Constitución real; “es la legalización de la Constitución real”, instituye los órganos de gobierno que consolidan y desarrollan el poder del sector social predominante y le imprime coativilidad
67 conf., Néstor Pedro Sagües, "Elementos de Derecho Constitucional", tomo I, Astrea, Buenos Aires, 1993, pág. 190.
68 Jorge Reinaldo Vanossi, "Teoría Constitucional", tomo II, Depalma, Buenos Aires, 1976, pág. 599.
69 Arturo Enrique Sampay, "Constitución y Pueblo", 2ª edición, Cuenca Ediciones, pág. 246.
70 José Luís Lazzarini, "La vigencia de facto de la Constitución", La Ley 1989-C-1315.
71 conf., Arturo Enrique Sampay, "La Constitución Democrática", con notas y estudio preliminar de Alberto González Arzac, Ediciones Ciudad Argentina, Buenos Aires, 1999, pág., 59.
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jurídica al fin que dicho sector impone a los actos sociales, de todos los miembros de la comunidad 72. Lassalle sostuvo que la verdadera Constitución sólo reside en los factores reales y efectivos de poder que rigen en un país; y que las constituciones escritas no tienen valor ni son duraderas más que cuando dan expresión fiel a los factores imperantes en la realidad social73.
Cuando en un país estalla una revolución, cuando cambia la relación de fuerzas en la realidad, se engendra la necesidad de instaurar una nueva Constitución escrita. “Allí donde la Constitución escrita no corresponde a la real estalla inevitablemente un conflicto que no hay manera de eludir y en el que a la larga, tarde o temprano, la Constitución escrita, la hoja de papel, tiene necesariamente que sucumbir ante el empuje de la Constitución real, de las verdaderas fuerzas vigentes en el país”74. En otra de sus obras Lassalle sostiene que el anhelo de justicia es inherente a la índole humana y que su realización progresa constantemente en la historia, por tanto, en su contexto de ideas además de la necesaria correlación que hay entre la Constitución real y la Constitución escrita, incorpora el concepto de justicia como criterio para valorarlas, atento las condiciones socio-culturales alcanzadas por la comunidad y la necesaria adecuación a las mismas de la Constitución escrita75.
El precepto que sostiene la supremacía de la Constitución le atribuye a la Ley Fundamental el carácter de primer fundamento positivo del orden jurídico de la Nación. El art. 31 de nuestra Constitución establece la supremacía absoluta de sus disposiciones. Bien se expresó que así como “una Constitución no brota de la nada”, sino que el pensamiento filosófico-político dominante y los hechos históricos mediatos e inmediatos “configuran el tipo de Constitución”76, en su cotidiano devenir la Constitución jurídica va asimilando el influjo de la Constitución real. Corresponde destacar que nunca es completa la adecuación de la Constitución escrita de preceptos rígidos, desde que no pueden ser modificados mediante los procedimientos ordinarios de legislar, con la Constitución real que es de por sí dinámica como todo ente histórico.
Por lo que, “entre el desenvolvimiento de la Constitución real y la aplicación escrita surge una resultante que es la práctica constitucional conformada por la interpretación que hacen los altos poderes del Estado de los preceptos que reglan sus propias funciones, y la jurisprudencia de los tribunales constitucionales, sean éstos órganos estrictamente judiciales u órganos políticos encargados exclusivamente del contralor de la constitucionalidad de las leyes”. Es el ámbito de la interpretación constitucional. Asimismo, de la Constitución real emanan al margen de la Constitución escrita, costumbres praeter constitutionem que llenan vacíos de esta última. La Constitución real impone, a veces, costumbres contra constitucionem, pero esto sucede cuando la Constitución escrita se halla en trance de ser una Constitución nominal. Estos fenómenos de la realidad van perfilando a la Constitución escrita77.
Pero, el eclipse más notorio que sufre la Constitución escrita ocurre precisamente cuando se interrumpe su vigencia en los períodos de facto. Durante los
72 conf., Arturo Enrique Sampay, "Constitución y Pueblo", Cuenca Ediciones, Buenos Aires, 1973, págs. 62 y 101.
73 Fernando Lassalle, "¿Qué es una Constitución?", Ediciones Siglo XX, Buenos Aires, 1964, pág. 92.
74 Fernando Lassalle, ob.cit., págs. 81/82.
75 Arturo Enrique Sampay, "Constitución y Pueblo", Cuenca Ediciones, Buenos Aires, 1973, págs. 38/39.
76 Pablo A. Ramella, "Derecho Constitucional", 3ª edición, Depalma, Buenos Aires, 1986, pág. 31.
77 conf., Arturo Enrique Sampay, "Constitución y Pueblo", Cuenca Ediciones, Buenos Aires, 1973, págs. 73/74.
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mismos el vigor de la Constitución real prevalece y suspende o sustituye algunas normas de la Constitución escrita: en el golpe de Estado para obtener su ulterior vigencia; o, por el contrario, para instaurar una nueva Constitución jurídica en la revolución. En la realidad de los hechos históricos, a pesar de todas las justificaciones que utilizaron los gobiernos militares a través de los documentos que dictaron o las declaraciones que efectuaron, lo expuesto en la alternativa precedente es lo que sucedió en nuestro país con los distintos períodos defacto que tuvimos en el siglo XX. Y ello lleva necesariamente a sostener que no es correcto tratar este tema sin hacer distinción entre el golpe de Estado y la revolución.
Salvo el caso del Estatuto Fundamental de 1972 que alguna de sus reglas y por un breve período conservaron vigor aun durante el gobierno constitucional que asumió en 1973, con la finalidad de integrar inmediatamente los poderes del Estado y poner en marcha ese nuevo período democrático bajo el marco del orden constitucional preexistente, las normas que instituían la supraconstitucionalidad defacto sólo rigieron durante el período en que podían ser sostenidas por la fuerza del poder de hecho; luego, sin que se haya emitido declaración alguna, las reglas de la Constitución de 1853/60 recobraban inmediatamente su vigencia “de modo espontáneo y automático”, sin necesidad de declaración expresa78.
Al finalizar el último régimen de facto, de igual manera, sin acto que la pusiera en vigencia, comenzó a aplicarse la Constitución de 1853/60, y entonces se reiteró el interrogante de cómo es posible que una Constitución postergada por el golpe militar y que no rigió plenamente durante más de siete años, “puede renacer de sus cenizas”79. Por cierto que el régimen que concluía no estaba en condiciones de sostener la supraconstitucionalidad de facto que había dictado. Pero, tampoco se había gestado otra alternativa de poder con suficiente vigor para que siquiera se abriera el debate constitucional. Ante la gravedad de la situación volver a la Constitución histórica fue un avance.
Se entendió que las derivaciones que en el orden constitucional trajeron los distintos gobiernos de facto que se sucedieron fueron configurando “una regla de derecho constitucional consuetudinario argentino que dice así: si un régimen de facto dicta en ejercicio de su poder constituyente reglas que impiden la aplicación de ciertos artículos de la Constitución Nacional, las normas constitucionales del régimen defacto duran sólo durante su gestión (salvo disposición en contrario); y las reglas de la Constitución Nacional de 1853-1860 no son derogadas, sino suspendidas, por lo cual recobran inmediata vigencia concluido el gobierno de facto” (sic)80. Sin perjuicio de que no estamos de acuerdo para nada que se haya conformado esa norma de derecho constitucional consuetudinario argentino, y tampoco que la “voluntad del sujeto constituyente militar” haya tenido entidad suficiente para concretarla, en realidad, con dichas interpretaciones no se alcanza a dar respuesta al agudo trazo del problema planteado, que interroga porqué “puede renacer de sus cenizas” una Constitución que no rigió durante varios años. Ciertamente, con dichos conceptos sólo se describe con precisión la situación que ocurre al concluir los golpes de Estado, y que en las condiciones mencionadas recobraron inmediata vigencia ciertas normas suspendidas de la Constitución jurídica.
Así es que después de los períodos de facto de la última mitad del siglo XX, el país se venía desenvolviendo al margen de una Constitución escrita políticamente legitimada por la voluntad expresa de la Nación. Sin duda, la supraconstitucionalidad que instituye el golpe de Estado y que después no está en condiciones de legitimarse con la
78 Néstor Pedro Sagües, "Elementos de Derecho Constitucional", tomo I, Astrea, Buenos Aires, 1993, pág. 193.
79 José Luís Lazzarini, "La vigencia de facto de la Constitución", La Ley, 1989-C-1315.
80 Néstor Pedro Sagües, ob. cit.,, pág. 193.
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positiva participación de los gobernados, concluye al perder su fuerza el poder de hecho. Ya vimos, que la misma consiste en que abroga o convierte en letra muerta a las normas insertas en la parte orgánica de la Constitución que hacen al funcionamiento de los poderes del Estado a través de la representación democrática, y las reemplaza con órdenes imperativas que instituyen un gobierno autocrático y concentrado con el carácter de “órgano supremo de la Nación”. Y desde esa condición declaran la intangibilidad de la parte dogmática y supeditan la interpretación a las dominantes órdenes del régimen que han instituido. En particular en lo que se refiere a las normas de política económica constitucional que ella contiene81. De tal modo, por ejemplo, así fue que las “Bases Políticas de las Fuerzas Armadas para el Proceso de Reorganización Nacional”, sin vergüenza establecieron que “el contenido del Preámbulo y los derechos y garantías establecidos en la primera parte de la Constitución Nacional, son un credo doctrinario y una fuente de inspiración permanente para el Proceso de Reorganización Nacional”82. Se sabe que ocurrió en ese período en materia de derechos humanos, como fueron violados en forma sistemática y la población sometida a un régimen de terror. Por tanto, esa “inspiración permanente” fue sólo para sostener con una interpretación estática83, las normas de política económica constitucional del texto histórico de 1853.
Ese fue el rol que cumplió la supraconstitucionalidad defacto que estos regímenes sancionaron. Pues, según hemos analizado, en la experiencia de nuestro país se observa que el advenimiento de los golpes de Estado no trajo la abrogación de todo el orden constitucional existente, sino que sólo ocurrió con las normas de la Ley Suprema que se refieren al funcionamiento de los poderes de gobierno, y las que instituyen los derechos democráticos, amén de otras que limitaban el accionar de los órganos de facto; pero ratificaron a la parte dogmática del texto de 1853, especialmente -como vimos- a las normas de política económica que contiene.
Es un claro principio que no puede prestarse a confusiones, que en el Estado constitucional el sujeto del poder constituyente es el pueblo y únicamente es la comunidad política soberana la que ha de decidir sobre su organización constitucional. Por eso bien se expresó que “en el estado actual de la civilización y la cultura política del mundo, no existe duda de que es el pueblo el sujeto del poder constituyente como lo es asimismo de la soberanía. Todo poder o autoridad emana del pueblo, el cual por lógica implicancia posee la facultad elemental y primaria de organizar jurídicamente el Estado a través de una Constitución, para lograr plenamente la efectividad de la libertad y bienestar a través del ordenamiento del Estado de derecho”84. Como señala Xifra Heras, el acto constituyente supone la existencia de una voluntad en condiciones de producir una decisión eficaz sobre la naturaleza del orden. El titular de esta voluntad, lo es también del poder constituyente. En la actualidad, al menos en el círculo de la cultura occidental, es casi unánime la creencia democrática según la cual el poder constituyente pertenece de modo completo a la comunidad nacional. De conformidad con ello, “se cree hoy que el poder constituyente corresponde al pueblo, a la colectividad, y le corresponde de una manera plena, indivisible, permanente, eficaz, inalienable e imprescriptible”85.
81 Jorge Francisco Cholvis, "La política económica constitucional y la reforma de la constitución", La Ley, 1993-B-1154.
82 "Anales de Legislación Argentina", Editorial La Ley, tomo XXXIX-D-3601.
83 conf., Arturo E. Sampay, “Constitución y Pueblo”, 1ª edición, pág. 85.
84 Segundo V. Linares Quintana, "Derecho Constitucional e Instituciones Políticas", tomo II, 3ª edición, Plus Ultra, Buenos Aires, 1981, pág. 421.
85 Jorge Xifra Heras, "Derecho Constitucional", tomo 1, pág. 152; conf., Segundo V. Linares Quintana, "Derecho Constitucional e Instituciones Políticas", tomo II, 3ª edición, Plus Ultra, Buenos Aires, 1981, pág. 421.
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Recordemos los conceptos que transcribe Lassalle del “viejo diplomático” Talleyrand: On peut tout faire avec les bayonnettes excepté s’y asseoir. O sea, “teniendo las bayonetas, puede hacerse todo, menos sentarse en ellas”. En esta forma epigramática, Talleyrand quería dar a entender “que disponiendo de las bayonetas, el gobernante podía momentáneamente hacer todo cuanto se le antojase, menos convertirla en un fundamento sólido y permanente de poder”86. Con ellas, es decir, apoyado en el poder de las armas exclusivamente, ningún gobierno defacto puede estar en situación de sostener decisiones en base a un autoasignado poder constituyente y darle permanencia al mismo. Sólo le alcanza momentáneamente para coadyuvar al uso de la fuerza, vigorizar la Constitución real y posteriormente, como último paso, restaurar plenamente la Constitución escrita.
La Constitución es un proyecto de Nación sustentado en una ideología y en determinadas relaciones de fuerza; y el poder encarna la única instancia capaz de transformar la política en historia. Pero, como observamos y sabemos, haber obtenido por la fuerza y otros medios “el consentimiento colectivo”, o sea la legitimación sociológica, no le fue suficiente para sostenerse en el ejercicio del gobierno; ni pudo otorgarle legitimidad moral a sus actos en dirección al progreso de la Justicia; ni por tanto, logró darle legitimidad política o democrática a su gestión la que depende del asentimiento colectivo expreso, en donde está el contralor conforme a la naturaleza de las cosas. De esa manera, tampoco la supraconstitucionalidad de facto logró legitimarse por una nueva decisión política del verdadero titular del poder constituyente, que a esta altura del desarrollo político alcanzado por el hombre sabido es que sólo puede ser ejercido por el pueblo en forma libre y expresa. Al agotarse el endeble poder de las bayonetas, pierde su fuerza el sistema supraconstitucional de facto que se sancionó con el oculto propósito de institucionalizar al golpe de Estado, y el seudoconstitucionalismo que concurrió a sostener sus actos. Concluye así durante esa etapa la utilidad de este recurrente instrumento empleado para confundir con la apariencia externa y decorativa de las formas constitucionales. Es claro que la supraconstitucionalidad que instituye el golpe de Estado y que después no puede legitimar con la positiva participación de los gobernados, finaliza al perder su fuerza el poder de hecho.
De tal forma, como los golpes de Estado fueron ejecutados con la clara intención de evitar un cambio de la Constitución real para mantenerla en su esencia y como efectivamente resultó así, al agotarse la potencialidad del poder de hecho sin que se haya gestado otro poder real en condiciones de sustituir al precedente, la Constitución histórica “renace de sus cenizas”. En dichas circunstancias el volver al texto de 1853 debe interpretarse como un claro progreso para iniciar un nuevo tiempo constitucional. Se acaba el eclipse de la Constitución escrita y sus normas suspendidas recobran inmediata vigencia. No debe caber duda alguna que el tema constitucional no pasa sólo por la Constitución escrita, que está sujeta férreamente por la Constitución real donde dirimen su acción los factores de poder, ni es exclusivamente un tema jurídico, sino que principalmente se encuentra en el ámbito del poder político.
Con ese marco se abrió otra instancia de iure. Pero, la dinámica de la Constitución real no justificaba, ni permitía todavía una nueva Constitución jurídica. Por todo ello se mantiene intacta la estructura socioeconómica y ahí es donde se hace patente una continuidad. Menudearon los golpes y contragolpes de Estado, cambiaron nombres y equipos gobernantes que se alternaron en el manejo de la cosa pública, pero en el plano económico-social la continuidad es sagrada, porque los detentadores del poder económico-financiero no admitieron la menor concesión que se traduzca en mella de sus privilegios. Y
86 Fernando Lassalle, "¿Qué es una Constitución?", Ediciones Siglo XX, Buenos Aires, 1964, pág. 129.
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la Nación continuó sumergida en el subdesarrollo, la dependencia económica y la falta de vigencia de los más elementales derechos humanos básicos87.
2.4
En 1969 expresaba Sampay en el Prefacio al capítulo donde incorpora el estudio de Francisco Luís Menegazzi, sobre “El Artículo 1° del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación y la soberanía Argentina”, que este egregio jurista argentino escribió dicho ensayo porque como él lo explica, este precepto consagra una doctrina formulada por Matienzo, consistente en afirmar que el artículo 100 de la Constitución Nacional (en la enumeración anterior a la reforma constitucional de 1994) impone ineludiblemente, primero, que “la jurisdicción argentina no puede ser excluida por las convenciones particulares” y, segundo, que “los pleitos de la Nación con las empresas particulares no deben someterse a árbitros”.
La aludida doctrina -enseñaba Sampay- tuvo otro gran paladín en Benito Nazar Anchorena, dilecto amigo de Matienzo, profesor y Rector de la Universidad de La Plata, juez de la Cámara Federal de Buenos Aires y Ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Este “jurista nacional”, es autor también de un admirable estudio sobre “La naturaleza jurídica de la propiedad ferroviaria”, trabajo animado del mismo celo defensivo de la soberanía argentina.
La doctrina de Matienzo y de Nazar Anchorena fue adoptada por el artículo 1° del Código Procesal Civil y Comercial sancionado y promulgado por la Ley N° 17.454, de septiembre 20 de 1967, publicado en el Boletín Oficial del día 7 de noviembre de 1967, destinado a regir en la Capital Federal y en el orden nacional, y que reforma íntegramente la legislación procesal vigente hasta el 1° de febrero de 1968, fecha en que por disposición de dicha ley, empezó a aplicarse. El citado artículo estableció: “La competencia atribuida a los tribunales nacionales es improrrogable. Sin perjuicio de lo dispuesto por el artículo 12, inciso 4, de la Ley 48, exceptuase la competencia territorial en los asuntos exclusivamente patrimoniales, que podrá ser prorrogada de conformidad de partes, pero no a favor de jueces extranjeros o de árbitros que actúen fuera de la República”. Éste artículo caracteriza la competencia del órgano judicial. La parte final por sí misma revela su importancia. Se insertó así en el Código Procesal un precepto que prohíbe la declinación de jurisdicción a favor de juzgadores extranjeros o con asiento en el extranjero 88. En estas páginas Menegazzi describe “su génesis, alcance y jerarquía reglamentaria de normas constitucionales”, y recurriendo precisamente a la doctrina de Matienzo, afirmada por Juan Álvarez después y sostenida con los Fallos que cita de la Corte Suprema de Justicia de la Nación enfrenta a las impugnaciones que se le efectuaron89.
Al poco tiempo “el referido artículo 1° del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación desató una tempestad hecha con matracas entre las bambalinas del tinglado de Maese Pedro que los intereses extranjeros tienen montado en nuestro país. Y
87 conf., Jorge Francisco Cholvis, “La vigencia de los derechos socioeconómicos y la Constitución”, Realidad Económica N° 89, 4to bimestre 1989, pág., 59.
88 conf., José Luís Menegazzi, “El Artículo 1° del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación y la soberanía Argentina”, pág., 180.
89 conf., Francisco Luis Menegazzi, ob. cit., pág., 157
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este simulacro, no obstante, ya ocasionó un derrumbe: el nuevo Código Procesal Civil de la Provincia de Buenos Aires, calco del Código de la Nación, suprimió el precepto que salvaguarda nuestro decoro nacional”90.
La Cámara Federal de Apelación de la ciudad de Buenos Aires había sido la primera en resolver que la jurisdicción de los jueces argentinos es uno de los atributos de la soberanía y que, en consecuencia, no se la puede excluir por los contratos, conviniéndose entre particulares, que sean los tribunales extranjeros los que resuelvan los pleitos que se ocasionen entre ellos. El Dr. José Nicolás Matienzo era miembro de la Cámara y aquí empieza su actividad de magistrado en el sentido de salvar de las convenciones particulares la soberanía de la Nación en cuanto a la competencia de sus jueces91.
En su Dictamen del 30 de abril de 191992 sostuvo Matienzo que los pleitos de la Nación con las empresas particulares no deben someterse a árbitros. Invoca que la Constitución Nacional coloca entre las atribuciones del Poder Judicial el conocimiento y decisión de los asuntos en que la Nación sea parte (art. 100). Comentando una disposición análoga de la Constitución de los Estados Unidos cita a Hamilton, y menciona “que cualquier otro plan sería contrario a la razón, a los precedentes y al decoro”. Allí es donde Matienzo efectúa precisamente una diferenciación conceptual sobre la calidad de actuación del juez y del árbitro. Los jueces permanentes de la Nación -dice- son nombrados por el Poder Ejecutivo con el acuerdo de la Cámara de Senadores. Sin relación con ningún asunto determinado, funcionan bajo el control del foro y de la opinión pública y son legalmente responsables ante el Congreso. Sus fallos están rodeados de garantías de verdad y de imparcialidad, y la Nación puede entregarles con confianza la solución de sus contiendas con el interés privado. Pero los árbitros deben su nombramiento al interés inmediato de las partes en el asunto que motiva el nombramiento, y no están sujetos a las fiscalizaciones y responsabilidad de los jueces permanentes. Nacen para la decisión que dictan y mueren con ella, sin que el público lo advierta casi ni pueda apreciar su idoneidad por una serie de sentencias dictadas en casos y circunstancias diversas, como ocurre con aquellos jueces. De ahí que, salvo raras excepciones el árbitro no obra como juez, sino como defensor del litigante que lo nombra; y de ahí que el tercero en discordia prefiere casi siempre las soluciones aparentemente equitativas que evitan dar todo su derecho al que lo tiene. Así, no es extraño que los laudos resulten, por lo general, arbitrarios, no sólo por su origen, sino por su contenido. Se explica que los particulares poco seguros de su derecho pongan más esperanzas en los árbitros y arbitradores que en los jueces permanentes; pero -concluye- no es, en mi concepto, razonable que los gobierno procedan lo mismo, con menoscabo del decoro del poder judicial de la Nación, que aparece apartado como inútil e ineficaz. Estas consideraciones, si no fueran suficientes para demostrar la inconstitucionalidad de someter a árbitros los asuntos en que la Nación es parte, bastan, por lo menos, para justificar que toda duda sobre la procedencia del arbitraje en los asuntos de la Nación se resuelva a favor de la jurisdicción de los tribunales permanentes. Pero también cabe tenerlos debidamente en cuenta, dado que tienen una precisa aplicación en nuestra realidad contemporánea para el examen de los tribunales arbítrales del Ciadi, que son el medio para hacer efectivas las políticas “neoliberales” de fines del siglo XX y su expresión normativa internacional con la trama de los Tratados de Promoción y Protección de Inversiones.
90 Arturo Enrique Sampay, en el Prefacio al “El artículo 1° del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación, y la soberanía Argentina”, de Francisco Luis Menegazzi, pág., 156.
91 conf., Francisco Luís Menegazzi, “El Artículo 1° del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación y la soberanía Argentina”, págs., 158/159.
92 v, en José Nicolás Matienzo, “Cuestiones de Derecho Público Argentino”, Tomo I, Valerio Abeledo Editor – Librería Jurídica, Buenos Aires, 1925, pág., 5.
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En otro Dictamen que Matienzo como Procurador General de la Nación, emitió el 4 de agosto de 1922, en el juicio: “Esteban Montepagano c/ Hans Bernhard Eriksen, capitán del buque noruego “Fixatjerne” s/ indemnización” 93, advirtió que los destinatarios argentinos de mercaderías extranjeras quedarían librados a merced de los armadores residentes en países lejanos, adonde tendrían que ir a demandarles el cumplimiento de sus obligaciones, lo que equivaldría en la mayor parte de los casos a una denegación de justicia. Señalaba también que esta consecuencia es particularmente grave en un país, como el nuestro, cuyo comercio marítimo está en manos de extranjeros, sobre todo si se tiene en cuenta que los destinatarios no intervienen en la redacción de los conocimientos, de antemano preparados en fórmulas impresas con cláusulas de exoneración a favor de los navieros. Concretaba su pensamiento al decir que no sólo no hay ley argentina que autorice a los particulares a prescindir de los tribunales del país cuando éstos tienen jurisdicción por razón de la materia, sino que tal autorización habría sido un error y una contradicción con nuestro régimen constitucional inspirado en los de los Estados Unidos e Inglaterra, que han elevado la administración de justicia a la categoría de poder público, con facultades suficientes para expresar, dentro de su esfera, la soberanía de la Nación en cuanto al orden público, que quedaría notoriamente afectado si se adoptara el principio de que las convenciones particulares pueden excluir la jurisdicción y las leyes argentinas. “Un principio jurídico se caracteriza por sus consecuencias prácticas y es obvio que éste implica el derecho de los habitantes del país a evadir la aplicación de las leyes destinadas a regir los contratos, sin necesidad de demostrar su inconstitucionalidad”. Para Matienzo el derecho de acudir a los tribunales competentes por razón de la materia, es evidentemente de aquéllos que han sido establecidos, menos en el interés particular de las personas, que en mira del orden público, y, por consiguiente, no es susceptible de renuncia.
Como señala Menegazzi, “fue el cambio de composición de la Corte Suprema el que determinó la victoria final, que puso a salvo la vigencia de las leyes argentinas y el imperio de los jueces argentinos” 94. Después de transcurridos algunos años desde que Matienzo propugnara tal doctrina y con una Corte cuya composición había cambiado totalmente, en autos “Compte y Cía c/ Ibarra y Cía” (Fallos tomo 176, pág. 218), y de acuerdo con el dictamen del Procurador General Juan Álvarez, la Corte Suprema de Justicia de la Nación en sentencia firmada por Antonio Sagarna, Luis Linares, B. A. Nazar Anchorena y Juan B. Terán, reconoció el acierto de la doctrina de Matienzo, y sienta la jurisprudencia según la cual está prohibido abolir la jurisdicción argentina por contrato entre particulares.
El Dictamen que el 13 de agosto de 1936 emitió el Procurador General de la Nación, Juan Álvarez, precede el fallo y señala que “no podría ser de otro modo, ya que la regulación del comercio marítimo con las naciones extranjeras ha sido puesta, por la misma Constitución a cargo exclusivo del Congreso Nacional (art. 67, inc. 12). Ello excluye la posibilidad de que pueda sometérsela, por simple convenio de partes, a la legislación de otros países o, lo que es lo mismo, al criterio de aquellos jueces extranjeros que los interesados tengan a bien preferir. Asuntos de tal índole sólo pueden escapar a la soberanía argentina por obra de tratados internacionales, y es obvio que para suplirlos, son ineficaces los acuerdos privados entre particulares. (…) Más o menos, es lo que V. E. tiene resuelto en otro orden de ideas: la jurisdicción es atributo esencial de la soberanía (3:484) y debe conceptuarse que las leyes respectivas son de orden público (14:280). Álvarez no pudo prever las graves consecuencias que los Tratados de Promoción y Protección de Inversiones
93 v. texto completo en José Nicolás Matienzo, “Cuestiones de Derecho Público Argentino”, Tomo I, Valerio Abeledo Editor - Librería Jurídica, Buenos Aires, 1925, pág., 473.
94 conf., Francisco Luis Menegazzi, “El Artículo 1° del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación y la soberanía Argentina”, pág., 161.
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suscriptos en los ’90 dejaron para el país: olvidaron que “la jurisdicción es atributo esencial de la soberanía”.
También menciona este dictamen que la casi totalidad de nuestro comercio exterior se hace en buques extranjeros, y por ello es asunto que afecta directa e inmediatamente a la economía nacional determinar los derechos y obligaciones de quienes toman a su cargo el transporte de tales riquezas. “Si su regulación se deja, por completo, en manos de los particulares -dice-, el Código Argentino tendría sólo el carácter de ley supletoria, y habría desaparecido la facultad del Congreso para dictar normas obligatorias al respecto. Las compañías navieras podrán prescindir, cuando les plazca de nuestra jurisdicción con sólo imprimir entre las múltiples cláusulas del conocimiento, algunas semejante a la que aparece con caracteres casi microscópicos, a fs. 79. Mediante tan sencillo procedimiento, las grandes empresas extranjeras obtendrían, prácticamente, una especie de privilegio de extraterritorialidad que ninguna ley ha entendido concederles”. Da por reproducidos a este respecto los argumentos que, en sentido concordante, hizo valer el Ex Procurador General Dr. Matienzo ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación en la causa publicada en el tomo 138, pág. 62 de la colección de “Fallos” 95. Finalmente, expresa el Dictamen que “es cierto que pueden someterse a árbitros muchas de las cuestiones surgidas entre particulares; pero de ahí no se deduce que lo sea también la soberanía nacional, o siquiera que tales árbitros queden fuera de la jurisdicción de los jueces y las leyes argentinas, pues además de admitirse recursos de nulidad contra sus decisiones éstas sólo pueden hacerse efectivas acudiendo ante tribunal que disponga de imperium concedido por la Constitución”.
Teniendo en cuenta -dijo la Corte- los fines del resguardo de la soberanía nacional que al fuero federal se atribuye, es inadmisible una prórroga a favor de la justicia extranjera en hechos relacionados con nuestro comercio con otras naciones, prórroga que crearía la situación insólita de que, respecto de esos hechos, sería la justicia extranjera la que se pronunciara. Dicho fallo expresa que se percibe claramente que ello no armoniza con la facultad del Congreso de legislar, con carácter excluyente y privativo, sobre el régimen de comercio internacional, ni con la facultad de los tribunales federales de juzgar, con igual carácter, las causas de la jurisdicción marítima, como lo disponen, respectivamente los arts. 67, inc. 12 y 100 de la Constitución (en la numeración anterior a la reforma de 1994). Y agregaba que los artículos 1215 del Código Civil y 1091 del Código de Comercio confluyen a definir ese carácter de la jurisdicción cuando se trata de contratos de cumplimiento en el país. “Constitución y Códigos, cuyas normas citadas se convertirían en letra muerta frente a quienes, monopolizando el transporte, eligen su ley en forma de cláusulas prefijadas, impresas e ineludibles, de un contrato de adhesión”.
El citado artículo 1° del Código Procesal federal es, además, la concreción de lo sostenido por los delegados argentinos en las Conferencias internacionales y nacionales convocadas por entidades del respectivo carácter reunidas en el país y en el extranjero. Menegazzi resalta que en el fallo tan reiteradamente recordado, la Corte Suprema de Justicia de la Nación alude a que durante la “Conferencia de la Internacional Law Association” que sesionó en Buenos Aires en agosto de 1922, las objeciones a la proposición del delegado argentino Dimas González Gowland sobre que el contrato de fletamento deberá ser juzgado por la ley del lugar de la ejecución, “entendiéndose por lugar de ejecución del contrato el puerto de descarga”, no resistieron la defensa de los argumentos argentinos quienes en lo referente a la libertad de contratar alegada por el delegado británico, adujeron que no podía ser invocada tratándose de un contrato de adhesión como lo es el de fletamento, con cláusulas predeterminadas que convierten en letra muerta a la
95 Jurisprudencia Argentina, 10-449.
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Constitución Nacional, las leyes federales y el Código de Comercio, frente a quienes monopolizando el transporte, fijan su ley con el resultado que se denunció sin réplica en las sesiones de dicha Conferencia: “la pérdida frecuente de los derechos de los consignatarios argentinos (Boletín de la Sección Argentina, t. II, págs. 29 y siguientes)”.
Es que, como lo fundamenta la Corte Suprema en su sentencia de noviembre 16 de 1936, dada la insuficiencia de la marina mercante argentina y las condiciones de su comercio internacional, sus habitantes importadores y exportadores deben someterse a las reglas que el interés y no pocas veces un mal disimulado menosprecio o desconfianza por las leyes y jueces del país, les dictan en forma de cláusulas prefijadas, impresas e ineludibles de un contrato de adhesión.
Este fallo reafirmó la doctrina de que la jurisdicción es uno de los atributos de la soberanía. Después la Corte Suprema el 28 de diciembre de 1962, en autos “La República, Compañía Argentina de Seguros Generales S. A., contra el Banco de la Nación Argentina sobre cobro de pesos” (Fallos, 254, pág. 500) mantuvo este criterio y consolidó lo resuelto en el caso “Compte”, al dejar, otra vez, establecido que la jurisdicción es uno de los atributos de la soberanía. Señaló la Corte que “la declinación de la jurisdicción de los propios tribunales federales argentinos por la misma Nación o sus reparticiones autárquicas, no es admisible sino como ineludible imposición legal”; y en el considerando 3° señala “que ello es así porque la jurisdicción es uno de los atributos de la soberanía, y porque también lo es la limitación de la justiciabilidad de los actos de la Nación, por sus propios tribunales”. Tampoco la Corte pudo considerar posible que en la última década del siglo XX la Nación Argentina suscribiría los Tratados de Promoción y Protección de Inversiones, que institucionalizaron la “ineludible imposición legal”, para declinar -entre otras cosas- la jurisdicción territorial.
Menegazzi formula las conclusiones que se extraen de esta sentencia: 1°) Para que la Nación o las entidades autárquicas nacionales puedan declinar su jurisdicción en beneficio de tribunales extranjeros, cuando existan de por medio tratados internacionales que estatuyan sobre competencia judicial, se requiere que haya una ley nacional que lo permita. 2°) Si se considera inadmisible que la Nación o sus entidades autárquicas (establecimientos públicos personalizados) abdiquen a favor de tribunales extranjeros el fuero federal ante cuyos jueces deben ser llevados por los demandantes o ante quienes deben acudir a ejercer sus acciones, a fortiori se repudia la cláusula del contrato entre particulares por medio de la cual éstos excluyen la intervención de la justicia argentina en las cuestiones que suscite el cumplimiento del mismo en el país, sometiéndolas a tribunales con sede en el extranjero, en el doble sentido de la nacionalidad y del lugar donde funcionen; porque se incurre, con semejante pacto, en lesa soberanía. 3°) Sólo cuando medie un Tratado internacional que autorice a declinar de jurisdicción en beneficio de tribunales de otro país que sea parte en el Tratado, pueden los particulares, por aplicación de sus disposiciones y no por convenio entre ellos, someter las cuestiones que suscite el contrato, a jueces extranjeros o con sede en lugar extraño al territorio del país concurrente a la celebración del Tratado y donde hayan contratado los particulares.
Ni jueces de tribunales extranjeros -como se ha dicho- ni aun tribunales de jueces árbitros formados por convenio de las partes cuando la ley los prevea, pero que tengan, según tal convenio, sede fuera del país, pueden ejercer la autoridad que se les haya asignado contractualmente, cuando el cumplimiento de las obligaciones o la situación de las cosas tengan lugar en el territorio de la Nación. En efecto, también se incurre en lesa soberanía si desde un país extranjero se dictan sentencias por jueces árbitros sobre litigios cuyas finalidades sean las recién expresadas; porque como dijo el Procurador General de la Nación Dr. Juan Álvarez en el dictamen aparecido en Fallos de la Corte Suprema, con motivo del caso registrado en el tomo 176, págs. 218, “es cierto que pueden someterse a
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árbitros muchas de las cuestiones surgidas entre los particulares; pero de ahí no se deduce que lo sea también la soberanía nacional o siguiera que tales árbitros queden fuera de la jurisdicción de los jueces y leyes argentinas, pues además de admitirse recursos de nulidad contra sus decisiones, éstas sólo pueden hacerse efectivas acudiendo ante tribunal que disponga de imperium concedido por la constitución” 96. Precisamente estos principios son los que se están debatiendo en el siglo XXI, ante los laudos dictados por el Ciadi en el marco de los Tratados de Promoción y Protección de Inversiones. Son desconocidos por los “inversores”, y sostenidos por los países “receptores”.
En ese tiempo este fallo corona la serie referente a las alternativas ofrecidas por la jurisprudencia sentada al respecto desde el año 1936, y que había quedado definida en el sentido que recoge cabalmente el Art. 1° del Código de Procedimientos Civil y Comercial. Observa Menegazzi que aventada la objeción según la cual si es posible dentro del país, diferir la decisión de los litigios a jueces árbitros o arbitradores nombrados por las partes, no debe privarse a éstos del derecho de asignarles competencia cuando actúen desde el extranjero, sólo resta poner aún más de manifiesto el contrasentido que surge si según el Código de Procedimientos, los jueces con imperium, de quienes se prescindió por cláusula expresa del contrato cuyas partes convinieron en buscar justicia en el exterior, son los mismos cuya intervención es obligatoria cuando, dictada la sentencia arbitral, haya que hacerla efectiva mediante la autoridad del órgano judicial del Estado, que dispone de la fuerza; aparte de la jurisdicción apelada que ejercen si se interponen los recursos de nulidad y apelación.
Ya se vio cómo Matienzo demuestra la incompatibilidad entre la soberanía nacional y el recurrir a jueces cuyos fallos se pronunciarían fuera del país, para que intervengan en juicios sobre obligaciones de cumplimiento o cosas situadas en él. La noción de orden público fundamenta la indemnidad del poder judicial del Estado frente a los referidos convenios privados que lo desconocen, comprometiendo un atributo de la soberanía. Noción de orden público para cuya comprensión se debe entender que hay relaciones de derecho donde asoma, a modo de tercer sujeto de las mismas, la sociedad con sus conveniencias generales, que dan al derecho que rige esos vínculos jurídicos entre personas particulares, cierto aspecto de derecho público. Y finalmente argumenta que no se trata que “la humanidad se internacionaliza” -concepto de que se vale la Cámara Argentina de Comercio y al que, por su heterodoxia, es riesgoso recurrir-, sino de que el todo formado por la Nación y del cual es parte el sector o porción de humanidad que constituye su población, no abdique de sus atributos de Estado soberano; porque solamente donde hay una soberanía que se exterioriza existe una personalidad internacional que se afirma97.
Tal es la línea tradicional argentina y pone en evidencia el desdoro que implica la abdicación de la soberanía. En esa línea los citados dictámenes de los Procuradores Generales de la Nación José Nicolás Matienzo, Juan Álvarez, y los fallos citados de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, confrontan con los argumentos que en ese tiempo se dieron y en base a los cuales entidades radicadas en el país, de comerciantes argentinos y extranjeros, como también juristas, propugnaron la derogación del Art. 1° del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación98 .
Ahora bien, ya advertía Sampay que este problema jurídico entraña una lacerante realidad sociológica. Los países dominantes, inversores de escasos capitales pero apropiadores en grande de los recursos naturales y financieros nativos, imponen a los países dominados una administración de justicia ad hoc: lograr la inmunidad de sus manejos. Es
96 Francisco Luís Menegazzi, “El Artículo 1° del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación y la soberanía Argentina”, págs., 167/168
97 conf., Francisco Luís Menegazzi, ob. cit., págs., 171/172
98 conf., Francisco Luís Menegazzi, ob. cit, págs., 176.
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decir, los conflictos de intereses en los que son partes deben ser dirimidos en los tribunales del exterior que ellos eligen; y sin eufemismo hablando, ante “sus jueces”. Como se ve una fibra más que compone la coyunda con que atan a su yugo a los países dependientes.
No desconocía Sampay “que conferencias internacionales de abogados sostienen la necesidad de instituir esa laya de tribunales y que existe una abundante bibliografía dirigida a abonar esta nueva mutilación de la menguada soberanía de los países dependientes”. Desvirtuando el designio legítimo y progresista de ordenar con justicia la efectiva comunidad del género humano causada por el maravilloso adelanto de los medios transportadores de personas, cosas e ideas, sucede que se instituye un régimen inicuo en provecho de los grupos dominantes de los países de economía altamente desarrollada y con el único propósito de explotar a las grandes masas de la población mundial99.
Como lo venía advirtiendo Sampay, este artículo 1° del Código Procesal Civil y Comercial fue al poco tiempo reformado por la dictadura que se instaló en el poder, después del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Y años después, en la década del ’90 la política del gobierno nacional condujo a la pérdida de jurisdicción territorial de nuestros tribunales a extremos que no hubieran sido concebibles en tiempos anteriores. Veamos entonces que ocurrió durante la última década del siglo XX.
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En las últimas décadas de reformas estructurales de inspiración neoliberal, muchas de ellas impulsadas desde el llamado “Consenso de Washington”, y con el apoyo de los grupos de poder económico internacional articulados a ellas y de las oligarquías locales, forzaron la adopción de un conjunto de políticas orientadas a reducir a un mínimo los ámbitos de ejercicio de la soberanía y así acotar el margen de mediación estatal. El desmantelamiento del patrimonio y de las capacidades estatales de decisión soberana fue paralelo a la creación de un entramado jurídico internacional orientado a recortar adicionalmente la capacidad de decisión soberana de los estados dominados.
Como precisó Vilas, este entramado contó con cuatro pilares: a) la incorporación a los organismos financieros creados en Bretón Woods; 2°) la autonomía de la autoridad monetaria de los países respecto de sus respectivos gobiernos, fortaleciéndose en cambio su articulación al FMI, y por esta vía, a la Secretaría del Tesoro de EEUU; 3°) la prórroga de la jurisdicción nacional en beneficio de tribunales arbítrales internacionales; 4°) la elaboración y difusión de teorías jurídicas y económicas y argumentos ideológicos de justificación del cercenamiento de la soberanía estatal. En pujante contraposición al corpus juris de la dependencia expresa que en las últimas cuatro décadas se ha desarrollado “el núcleo de un derecho internacional emancipatorio, como resultado de la lucha de concepciones jurídicas en el seno de la O.N.U. y de otros organismos internacionales, que da testimonio del avance de la conciencia universal de justicia”100. Por cierto, no faltan las iniciativas y publicaciones de hombres y mujeres, como también de organizaciones sociales que en sostén de tales principios luchan por un mundo mejor para los pueblos.
99 conf., Arturo E. Sampay, Prefacio a Francisco Luís Menegazzi, “El Artículo 1° del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación y la soberanía Argentina”, pág., 156.
100 Carlos M. Vilas,”La recuperación de la soberanía nacional como condición del desarrollo”, Ponencia, Anales de la XIV Conferencia Continental de la Asociación Americana de Juristas, 17 al 19 de mayo de 2007, La Paz – República de Bolivia
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Así es que una numerosa normativa de la Asamblea General de las Naciones Unidas, junto a otras convenciones y principios concordantes del derecho internacional abarcan este nuevo derecho emancipatorio de los Estados y Pueblos que bregan por superar la condición del atraso y el sometimiento. Tal, entre muchas, la Resolución 3171, de la Asamblea General de las Naciones Unidas, del 17 de diciembre de 1973, sobre la “soberanía permanente sobre los recursos naturales”, como “elemento básico del derecho a la libre determinación”, cual derecho inalienable de todo Estado a disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales en conformidad con sus intereses nacionales, y en el respeto a la independencia económica de los Estados. Asimismo, el art. 1° de la “Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados” sancionada el 12 de diciembre de 1974, donde se establece que “todo Estado tiene el derecho soberano e inalienable de elegir su sistema económico, así como su sistema político, social y cultural, de acuerdo con la voluntad de su pueblo, sin injerencia, coacción ni amenazas externas de ninguna clase”. En tal sentido, la “Declaración sobre el Progreso y el Desarrollo en lo Social”, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas (Resolución 2542-XXIV), formula no sólo importantes principios, sino que asimismo especifica objetivos, y determina los medios y métodos que son necesarios para el logro de niveles de vida más elevados, trabajo permanente para todos y mejores condiciones de progreso y desarrollo económico y social101. También cabe mencionar la Resolución 2000/7, de la Subcomisión de derechos Humanos de la ONU, del 17 de agosto del 2000, que “recuerda a todos los gobiernos la primacía de las obligaciones relativas a los derechos humanos sobre las políticas y los acuerdos económicos”. Bien se expresó que “dicho de otro modo, el principio pacta sunt servanda tiene un límite esencial: los tratados deben ser cumplidos siempre que su aplicación no redunde en la violación de los derechos humanos consagrados internacionalmente”102.
El clima ideológico de los sesenta y setenta donde había crecido la idea de establecer un nuevo orden económico internacional, encaminado a modificar radicalmente las irritantes asimetrías de la economía mundial, entre otras cosas proponía la sanción de un código de conducta al cual deberían someterse las operaciones de las entonces nacientes empresas transnacionales. “Hoy, en lugar de un Código de Conducta de las empresas transnacionales que nos proteja del despotismo del gran capital, lo que tenemos es el Ciadi 103, un pseudo sistema judicial creado por el Banco Mundial para proteger a las transnacionales y sentar en el banquillo de los acusados a los Estados. Tanto como eso cambió el mundo en estos años”104.
Hasta los años 80, el inversor extranjero recurría a la eventual protección diplomática del Estado de su nacionalidad. El procedimiento de la protección diplomática constituyó la técnica tradicional para resolver las disputas relativas a las inversiones
101 v., Jorge Francisco Cholvis, “La nacionalización de las riquezas y recursos naturales, como medio para efectivizar la independencia económica, atributo esencial de la soberanía”, Ponencia presentada en la XIV Conferencia Continental de la Asociación Americana de Juristas, convocada con el tema “Justicia Social, Democracia e Integración en América”, que se efectuó en la ciudad de La Paz-República de Bolivia, del 17 al 19 de mayo de 2007, y está publicada en “Anales de la XIV Conferencia Continental de la AAJ”, pág., 64. También en “Revista Científica”, Equipo Federal del Trabajo, Año III – N° 32, 4 de enero de 2008. URI de la Revista: www.eft.org.ar
102 Alejandro Teiltenbaum, “Las demandas de las sociedades tranacionales contra el Estado argentino ante los tribunales arbitrales del Ciadi – II”, especial para Argenpress info, fecha de publicación 18/2/2005.
103 CIADI (Convenio sobre Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones entre Estados y Nacionales de otros Estados), celebrado en Washington, EE.UU, el 18/03/65, y aprobado en la Argentina por Ley N° 24.353, sancionada el 28 de julio de 1994 y promulgada el 22 de agosto de 1994. En idioma inglés: “Internacional Center for Settlement of Investmen Disputes”; v. “News from ICSID, vol. 14, N° 1, Winter 1997. También v, ICSID, “Bibliography”, Documents ICSID/13, Washington, 1997.
104 Atilio. A. Borón, “Chantajean a la UNESCO”, Página/12, 5 de noviembre de 2011.
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extranjeras, y este mecanismo funcionaba como un derecho que poseían los Estado y no los inversores. Pero en la década del ’90 se impulsó la celebración de los denominados acuerdos o tratados bilaterales para la promoción y protección de inversiones.
Así es que uno de los ejes de política exterior argentina en materia de inversiones, durante esa década fue la firma de Tratados de Promoción de Inversiones. Además, desde 1994 la República Argentina también se vinculó al CIADI, organismo con sede en Washington, y “queda así conectada en lo que para muchos es el cepo de una litigación arbitral que ubica en una posición desventajosa al Estado Nacional respecto de sus contrincantes”105.
La gran mayoría de los convenios y tratados de promoción y protección recíproca de inversiones se firmaron por los países emergentes con los de alto desarrollo. Si bien existen varios acuerdos firmados entre países latinoamericanos entre sí, estos acuerdos fueron promocionados principalmente por los países desarrollados y forman parte de una estrategia global en beneficio exclusivo de los intereses económicos de sus industrias e inversionistas. Por ende, los de “recíproca” puede entenderse como una ficción. Cabe remarcar que “este tipo de acuerdos, en general, no se firman entre países desarrollados, pese a que el flujo de inversiones entre ellos es muy importante”106. En rigor, los TPPI aparecen como una práctica para garantizar inversiones en los países subdesarrollados
A través de dichos tratados se observa una confrontación a escala planetaria entre dos lógicas contradictorias en tanto que expresión de intereses divergentes; por un lado, la de los poderes públicos y de los ciudadanos y movimientos sociales de los países del Sur y por otro, la de los poderes públicos y privados del Norte dominante (incluyendo los intereses de los grupos privilegiados del Sur), cuyo objetivo es la apropiación de los recursos naturales por medio de la privatización y de la imposición de nuevas reglas comerciales, multilaterales, bilaterales o regionales107.
Se trata de lograr que las políticas neoliberales no puedan ser revertidas, y con ello se impide realizar cambios centrales en temas de política económica de los Estados receptores de inversiones. Estas polémicas protecciones al capital transnacional se convierten en normas a través de los Tratados de Protección y Promoción de Inversiones, y se hacen cumplir a través de tribunales de arbitraje internacional, como es el caso del CIADI. Este sistema, como consecuencia de la aplicación de las cláusulas de “trato más favorable”, de “trato nacional”, de “nación más favorecida”, “de estabilización legislativa” y de otras como “the umbrella clause” que figuran en casi todos los tratados, funciona como un sistema de vasos comunicantes que permite a las políticas neoliberales circular libremente a escala planetaria y penetrar en los Estados, donde dominan a las economías nacionales y generan graves daños sociales. Esto constituye un verdadero esquema de neo colonización económica y política.
La realidad de este tipo de convenios consagra la supremacía del interés privado sobre el interés público y aparece asimismo como un obstáculo de fondo al ejercicio de las libertades democráticas garantizadas por la Constitución y a la participación ciudadana en la gestión de los asuntos públicos. En ellos, la intención de los gobiernos en la adopción de las políticas públicas es menos importante que el efecto que ocasionan sobre quien detenta la titularidad de los bienes afectados.
105 Augusto M. Morello, “Arbitraje Internacional. Proyecciones”, La Ley, 27 de mayo de 2005.
106 Esteban M. Ymaz Videla, “Protección de Inversiones Extranjeras. Tratados Bilaterales. Sus efectos en las contrataciones administrativas”, La Ley, 1999, pág., 11.
107 conf., Hugo Ruiz Días, en www.cadtm.org/articl.php3?id_article=1388, “Los tratados sobre promoción y protección de las inversiones y la República Bolivariana de Venezuela; los riesgos de hipotecar el desarrollo económico, la revolución bolivariana y la democracia participativa”.
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No se puede dejar de considerar que a consecuencia de dichas políticas, “el predominio de las firmas extranjeras dentro de las 200 empresas de mayor facturación en la economía Argentina es abrumador”108. Los capitales extranjeros fueron los principales compradores de activos productivos en el intenso proceso de transferencia de firmas que se despliega desde mediados de la década de 1990, el cual involucró especialmente a las grandes firmas industriales y las prestadoras de servicios, y que generó un acentuado proceso de extranjerización de la economía nacional.
3.1
En nuestro país la decisión de someter los conflictos relativos a inversiones extranjeras a arbitraje ha sido plasmada en numerosos tratados de promoción y protección recíproca de inversiones (TPPI), que confieren el consentimiento anticipado de los Estados signatarios a someter las diferencias jurídicas suscitadas a los tribunales del Ciadi, o a un tribunal arbitral ad hoc establecido de conformidad con las reglas de la Comisión de Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional (UNCITRAL, en sus siglas en inglés), en algunos casos previo agotamiento de los recursos administrativos y en otros no 109. Como ya vimos, muchos años atrás había alcanzado a ser principio de política internacional sostener que la garantía de los derechos inhibía todo arbitraje en un conflicto entre un Estado y un particular, sin agotar antes los procedimientos administrativos y judiciales.
Los TPPI fueron poco conocidos por la opinión pública, ni integraron el debate político nacional. Esto -como vimos- se llevó a cabo en el marco de las políticas neoliberales que desplazaron al Estado como palanca del desarrollo económico y social, de borrar toda normatividad que estorbara la libre circulación de capitales y mercaderías, o que impidiera el saqueo de los recursos naturales y la toma por los monopolios transnacionales de las industrias sobrevivientes; las empresas estatales que prosperaban en el prestación de servicios y en las industrias extractivas, fueron desplazadas. Todo ello con la conducción del Estado por los apóstoles del neoliberalismo, para que aplicaran todo el recetario de políticas que les facilitaran al capital financiero internacional y a los oligopolios, el libre comercio y saqueo de los recursos y el trabajo nacional.
El texto de los tratados celebrados por la República Argentina responde a un patrón común, sin perjuicio de ciertas variaciones atribuidas en principio a los avatares de la negociación. La multilateralización de las condiciones generales de los tratados es lo que confirma la universalización de sus aspectos dominantes. Los tratados aludidos conceptualizan, con latitud al inversor buscando acordar amplia tutela a la inversión para así cubrir la mayor parte de sus activos.
Para justificar la celebración de estos tratados, y con el objetivo de incrementar las inversiones extranjeras se invocó la necesidad de una cobertura que otorgue seguridad jurídica y protección para la defensa de los países exportadores de capitales, dándoles a sus nacionales en tal sentido un marco sobreactuado cuando invertían en países
108 Eduardo Basualdo, “Sistema Político y Modelo de Acumulación”, 1ª edición, Cara o Ceca, Buenos Aires, 2011, pág., 180.
109 Augusto M. Morello y Germán González, “El vencimiento de los tratados bilaterales de inversión”, Suplemento La Ley-Administrativo, 14 septiembre 2005.
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emergentes. Sin embargo, Brasil sin haber consentido esta política tuvo una mayor diferencia a su favor en ingreso de capitales. En esa argumentación se prescinde computar que Brasil firmó catorce TPPI, de los cuales sólo seis llevó al Parlamento y, antes de que el ex presidente Cardozo concluyese su mandato, los retiró por considerarlos perjudiciales para su país. La negativa se basó en que producían una situación de discriminación en contra del inversor nacional. Se advierte en el Brasil una conciencia nacional más firme y menos claudicante que en el nuestro 110. Al no estar atado por este tipo de tratados, Brasil tiene un margen de maniobra mayor que la Argentina.
Aunque, si bien puede sostenerse que la inversión extranjera directa requiere que el Estado garantice su “seguridad jurídica”, ésta no debe confundirse con la ‘intangibilidad’ de las normas jurídicas, ya que la función del Estado es precisamente velar por los intereses generales de la Nación sobre los intereses particulares, circunstancia que requiere de su potestad regulatoria. El principio de la seguridad jurídica no le puede asegurar al inversor, “un status de fortaleza inconmovible como para querer ubicarse distante o ajeno a los avatares de la política económica del gobierno soberano receptor. Pretender una inexistente e imposible inmunidad total es una ficción y forzarla a través del arbitraje internacional es quebrantar el destino del país receptor”111.
Las diferencias de matices contenidas en los acuerdos firmados por la Argentina quedan relativizadas por la inclusión en todos ellos de la “cláusula de la nación más favorecida”, según la cual el Estado receptor de las inversiones no puede conceder a unos países ventajas superiores a las que concede a otros.
Veamos cómo algunas de las cláusulas de los tratados afectan la soberanía nacional. La “cláusula sobre requisitos de desempeño” que incluyen los tratados impide que el Estado receptor imponga condiciones al desarrollo de la inversión externa que favorezca a los nacionales, o que limite su relación con la casa matriz. De este modo, el Estado local no puede aplicar medidas que incentiven directamente el desarrollo nacional como lo hacen las leyes de compre nacional, o regular el comportamiento de los flujos de capitales o de remesas al exterior. La “cláusula de la sombrilla” o “umbrella clause”, ofrece un manto de protección internacional al inversor, que pone al TPPI como “paraguas” de protección a las inversiones; esa cláusula se incorpora con la finalidad de lograr que el empresario extranjero resulte completamente ajeno a los avatares de la economía local. Sin embargo, tales riesgos, generales y no discriminatorio, deben pesar por igual sobre las posiciones de las inversiones vernáculas como extranjeras
Las “cláusulas de estabilización” o “stabilization clauses”, buscan congelar la legislación en vigencia al tiempo de la realización de la inversión. Lo que pomposamente interpretan como “protección contra el alea legislativa” o “legislative hazard” La sustitución del principio de modificación de las leyes por el de estabilidad normativa, suprime la soberanía del legislador frente a su propia creación jurídica y la atribución de limitar de un modo razonable los derechos y garantías constitucionales, en tiempos de normalidad o de emergencia. El principio pasa a ser el de la interdicción de la función legislativa frente al inversor.
Así es que sus consecuencias se traducen en un incremento de la actividad arbitral para juzgar los efectos de los actos de gobierno, por la mera modificación de la legislación interna. En el caso argentino una parte de la producción normativa a cargo del Congreso de la Nación, por ejemplo en materia de inversiones extranjeras quedó subsumida en un régimen de privilegios que tutelan al inversor extranjero y contribuye a definir las relaciones de producción hegemónicas a nivel mundial. Queda conformado así el resultado
110 conf., Arístides Horacio M. Corti, “Acerca de la inmunidad del Estado frente a los tribunales arbitrales y judiciales externos – CIADI y otros”, Realidad Económica N° 211, 1° de abril al 15 de mayo 2005
111 Augusto M. Morello, “Arbitraje Internacional. Proyecciones”, La Ley, 27 de mayo de 2005.
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de una relación bilateral que vincula o enfrenta a dos estructuras asimétricas que expresan una situación de dominación. La desigualdad de desarrollo económico entre los países en que se desenvuelve el proceso real de integración de las naciones y la existencia incluso de diferencias de trato de los Estados con el orden internacional, como es el caso de los EE.UU que privilegia el derecho interno en relación con el derecho de los tratados (Trade Act of 2002), que declara la supremacía de la ley interna en materia de inversiones extranjeras y garantiza que los inversores de terceros países no sean beneficiados con mayores derechos que los otorgados a los inversores americanos de los EEUU. Ello exige un análisis exhaustivo de esas reglas sobre las que descansará la justicia del derecho internacional y la integración de las naciones.
En la demanda incoada por CMS Gas Trasmisión Company, titular del 29,42 % de Transportadora de Gas del Norte (TGN), el tribunal arbitral hizo lugar a la demanda considerando que las leyes dictadas por el Poder Legislativo en materia monetaria y macro-económica resultan perjudiciales al inversor e importaron una violación de los compromisos contraídos y de la garantía de trato justo y equitativo, por lo que el Estado argentino debe indemnizarlo. El tribunal no valoró que esos mismos perjuicios los haya soportado el resto de los accionistas y toda la población. Interpretó que de acuerdo con el contrato suscripto el Estado Nacional no podía “alterar sus términos sin previo consentimiento por escrito del licenciatario (párr. 235 y 302, del fallo arbitral). Como la causa del cambio fue la ley 25.551 y el decreto 214/2002, el tribunal “está afirmando que el Congreso Nacional no puede dictar ninguna norma sin previamente pedir a los inversores extranjeros su aprobación por escrito del proyecto de ley a dictar”112. Si ello se afirma respecto de leyes sobre moneda, también sería aplicable a leyes sobre impuestos, relaciones laborales, cuestiones ambientales, etc. Lo cual en un país soberano se debería rechazar casi sin el menor análisis. Luego de recurrir a fallos de la Corte Suprema de Justicia de los EEUU, y normas de ese país con los que describe la concepción norteamericana al respecto, Bakmas se interroga y responde que “no puede ignorarse que los EEUU jamás aceptarían someterse a la doctrina del tribunal arbitrar que le imponga la obligación de obtener el permiso escrito de los inversores para dictar leyes que puedan disminuir las ganancias esperadas por el inversor. Su Corte Suprema siempre reivindicó el poder del Congreso para legislar y la imposibilidad de que aun una decisión del Congreso pueda cercenar el poder de legislar de futuras legislaturas (doctrina “casos Stone y Manigault”). ¿Acaso alguien puede creer que el gobierno de los EEUU aceptaría esa restricción? ¿Alguien puede creer que su Congreso pediría a las empresas argentinas allí radicadas, que le den permiso por escrito para poder dictar leyes generales que puedan afectar sus ganancias esperadas?113.
La supremacía de esos tratados y sus efectos operativos sobre la legislación nacional inmovilizan las disposiciones constitucionales en materia económica vinculadas con las inversiones extranjeras. Los tratados económicos pasan a ser los intérpretes de la Constitución frente a la producción legislativa, en una relación de orden que los sustrae de los mecanismos ordinarios de modificación legislativa, según los cuales la norma posterior deroga la anterior y en tal sentido, nadie tiene un derecho irrevocablemente adquirido sobre el régimen jurídico vigente que no sea el que se deduce razonablemente de la Constitución. La relación de la base jurídica del Estado nacional con la fuente constitucional queda interdicta por las disposiciones de la norma internacional. La configuración de un único sistema jurídico que vincula jerárquicamente el orden internacional con el nacional, dando supremacía a los TPPI sobre las leyes, “convierte al Congreso del Estado nacional en un
112 Ivan Bakmas, “El laudo del Ciadi contra la República Argentina”, La Ley 2007-A-1179.
113 Ivan Bekmas, ibídem.
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administrador de las normas que introducen los tratados”114. En este contexto, al tribunal arbitral foráneo le es posible sostener un ejercicio expansivo de su competencia, ya que el mero hecho formal de la modificación de la legislación nacional constituye un presupuesto de afectación ilícita de la inversión extranjera.
Se conforma así un derecho corporativo que funciona en interés exclusivo del gran capital transnacional y de los Estados ricos, y en detrimento de los derechos fundamentales de los Estados llamados periféricos y de sus pueblos; acompañado de un fuerte sistema coercitivo para asegurar su aplicación: multas, sanciones y presiones económicas, diplomáticas, militares, etc. Antes existió la presión de la cañonera -que rechazó Bernardo de Irigoyen-, y en el siglo XXI esa amenaza de sanciones económicas, de fallos de tribunales que se dictan en otros países, y campañas de grandes grupos de presión, en el marco de un debate político durante el cual se lanzan teorías jurídicas y económicas como argumentos que tienden a justificar “el cercenamiento de la soberanía estatal”, difundidas como verdad revelada por los grandes medios periodísticos y que así resultan ser un dispositivo principal para la permanencia de estos instrumentos de dominación.
Con el criterio esgrimido de dar trato justo y equitativo al capital extranjero en relación con el nacional, este mecanismo adquirió las formas de un régimen de privilegios que tiende a garantizar la intangibilidad del capital extranjero y sus condiciones de desarrollo frente a las políticas aplicadas por el país receptor. Estos acuerdos, como casi todos los de libre comercio, tienen un campo de aplicación muy amplio. Es fácil apreciar que los tratados o acuerdos de promoción y protección de las inversiones tienen la intención de impedir medidas que lleven a la expropiación o "equivalentes a la expropiación", o de nacionalización de bienes o recursos naturales; o incorporan cláusulas que impongan la obligación al gobierno de garantizar las ganancias de las sociedades supranacionales inversoras y, en consecuencia, vedan a los gobiernos de los países receptores adoptar las normas internas adecuadas para un programa de desarrollo nacional. Ello potencialmente engloba una variedad de disposiciones gubernamentales (leyes, decretos, actos administrativos de regulación, etc.), dado que pueden "interferir" significativamente con los alegados derechos de propiedad del inversionista.
El concepto de expropiación indirecta que adolece de precisión jurídica, extiende la protección unilateral a las expectativas de ganancia del inversor extranjero en relación con aquellas medidas que puede dictar el Estado receptor sin ser discriminatorias o entrañar un trato injusto hacia el inversor extranjero. Sabido es que los TPPI incluyen cláusulas previendo la indemnización en caso de expropiación “u otras medidas de efecto equivalente”. Esta última frase, ambigua, permite exigir la indemnización en caso de medidas adoptadas por el Estado receptor que “priven al inversor de los beneficios que podría razonablemente poder esperar”, como dijo el Ciadi en el caso “Metalclad c/ México”, en el marco del TLCAN.
Según el Ciadi, en un razonamiento que privilegia los intereses privados sobre lo público, existe privación de la propiedad también cuando existe "despojo" de su uso o del goce de los beneficios, o interferencia en tal uso o goce de efectos o magnitud equivalentes, aun cuando no se afecte la titularidad legal o jurídica de los bienes en cuestión, y siempre que el despojo no sea efímero. Las finalidades públicas que impulsaren al gobierno a adoptar las medidas son menos importante que las consecuencias de ellas sobre quien detenta la titularidad de los bienes afectados por la medida o del beneficio derivado de aquellos.
En los primeros tratados se incluía la vía de aplicar los procedimientos administrativos y judiciales como requisito previo a recurrir al tribunal arbitral. En otros
114 Noemí Bevillaqua, “Los Tratados Económicos y la Constitución Argentina. Los antecedentes del ALCA”.
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fue una alternativa que quedaba a decisión del inversor. A partir del tratado celebrado entre Francia y la Argentina, los inversores extranjeros pueden optar por recurrir directamente a la instancia arbitral del Ciadi, sin tener la obligación de agotar la vía judicial nacional. Así lo ha entendido el Ciadi y ha multilateralizado sus efectos en el caso “Maffezini, Emilio Agustín c/ Reino de España” (Caso N° ARB/97/7), en el marco del TLCAN. Y esa interpretación puede dar una idea del grado de subordinación económica, social, política e institucional a que quedan sometidos los Estados que celebran tales tratados. De tal forma, se socava la democracia y se aparta a los poderes públicos del cumplimiento de sus competencias y deberes constitucionales.
Al comenzar a hacerse efectivo el esquema de tratados+Ciadi, en el laudo “Lanco International Inc. c/ República Argentina” 115, ese Tribunal arbitral interpretó que la firma de los TPPI por parte de los Estados implica una oferta abierta a los inversores extranjeros para que éstos sometan a arbitraje las controversias originadas en el ámbito de los TPPI, prevaleciendo sobre las elecciones de foro realizadas en los contratos firmados con los Estados. En ese sentido, pero con diverso fundamento el tribunal en el laudo “Compañía de Aguas del Aconquija S. A. c/ República Argentina”116, estableció que “la cláusula 16.4 del contrato de concesión (que establece la competencia de los tribunales contencioso administrativos de la Provincia de Tucumán para la solución de cualquier conflicto derivado del mismo) no dispensa a este tribunal para conocer de este caso, porque dicha disposición no constituye ni pudo constituir una renuncia por parte de Compañía de Aguas del Aconquija SA de sus derechos en los términos del art. 8 del TBis, para plantear las reclamaciones actualmente pendientes en contra de la República Argentina”117.
En el mencionado caso “Emilio Agustín Maffezini c/ Reino de España”, el tribunal señaló que la razón del agotamiento previo establecidos en los primeros TPPI fue la de “dar a los tribunales de las Partes Contratantes la oportunidad de asegurar las obligaciones internacionales garantizadas por los tratados de Protección Recíproca de Inversiones”118, permitiendo al Estado Parte en la controversia una amplia posibilidad de solución previa al arbitraje internacional. Pero alega con evidente interés que el agotamiento de estos recursos internos puede implicar que el fin del inversor, que es someter la controversia a un tribunal arbitral independiente se vea frustrado o por lo menos retrasado por la obligatoriedad de someter previamente la controversia a los tribunales locales; en base a esos términos señala que en la práctica, esta exigencia implica muchas veces “coartar la protección efectiva y oportuna de los intereses de los inversores extranjeros”.
Lo mencionado necesariamente lleva a formular el interrogante de cuál es el efecto de la sentencia local respecto a la jurisdicción del Ciadi. Se formularon diversas interpretaciones las que entendemos resguardan el punto de vista de los intereses de los inversores, y por cierto marginan la jurisdicción territorial de los Estados receptores. Una tesis amplia establece que se podrá someter la controversia al Ciadi, haya o no dictado sentencia el tribunal local en el plazo establecido en el TPPI, e independientemente de su contenido. Esta interpretación fue realizada por el tribunal arbitral en el mencionado “caso Maffezini” (caso Nº ARB/97/7). Esta postura se fundó en el hecho de que los TPPI otorgan a los inversores extranjeros el derecho de obtener “una determinación final de un tribunal
115 Tribunal Arbitral del Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones Washington D.C., “Lanco International Inc., c. República Argentina”, ARB/97/6.
116 Tribunal Arbitral del Centro Internacional de Arreglos de Diferencias Relativas a Inversiones, Washington DC, 2000/11/21, “Compañía de Aguas del Aconquija SA y otra c/ República Argentina”
117 conf., Alfredo R. Lisdero y Darío J. Helbert, “La Protección de las Inversiones extranjeras en la Argentina”.
118 Tribunal Arbitral del Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones, Washington DC, caso “Emilio Agustín Maffezini y Reino de España”, caso Nº ARB/97/7.
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internacional sobre el alcance de los derechos que les otorga el acuerdo”. Según este criterio es el Tribunal Arbitral Internacional, y no los Tribunales locales, el intérprete último de los efectos y alcances de las cláusulas y obligaciones asumidas por los Estados bajo los TPPI.
La tesis restringida fue sostenida por algunos Estados, entre ellos el Reino de España precisamente en el citado “caso Maffezini”, en el que esgrimió como defensa que dictada una sentencia en los tribunales locales precluye la posibilidad de que el inversor someta la controversia al Ciadi, ya que la misma ha sido resuelta en forma definitiva por los tribunales locales. Es decir, solucionada la controversia en sede local (no importando en qué sentido haya sido resuelta), la misma ha desaparecido y por lo tanto el Ciadi no tendría jurisdicción. Esta interpretación fue desechada por el Tribunal que entendió que el procedimiento de solución de controversias no establece parámetros objetivos para determinar cuándo continúa una controversia entre las partes. Teniendo en cuenta dicha omisión el Tribunal interpretó que es un elemento subjetivo el que define si continúa una controversia o si la misma ha sido resuelta, siendo este elemento subjetivo la voluntad del inversor que considera que aún persiste la controversia con el Estado receptor, aun luego de dictada la sentencia en los tribunales locales.
Se sostiene que dicho elemento subjetivo se encuentra receptado en varios TPPI, entre ellos el firmado por la República Argentina y el gobierno del Canadá, que establece que un inversor podrá someter una disputa relativa a una inversión protegida por el TPPI al arbitraje del Ciadi aun cuando la decisión definitiva del tribunal mencionado haya sido emitida pero las partes continúen en disputa119. No concluye aquí el abandono de la soberanía jurisdiccional que se le ocasionó al país en la década del ’90, hay más. El TPPI firmado con la República de Austria establece en su artículo 8º que la controversia podrá ser sometida a arbitraje, aun luego de una decisión del tribunal local cuando “tal decisión haya sido emitida pero la controversia subsista. En tal caso, el recurso al tribunal de arbitraje privará de efectos a las decisiones correspondientes adoptadas con anterioridad en el ámbito nacional120. Ciertamente, el principio de la jurisdicción como atributo de la soberanía está marginado con los TPPI, pero también se viola patentemente el de la cosa juzgada. Cuál es el rol de los jueces del país, según los términos de este tratado? Lo cual se encuentra agravado, pues en el marco de la ideología que promueve estos tratados señalan que un inversor que de acuerdo a su TPPI debería agotar previamente los recursos internos, podrá utilizar el sistema de solución de controversias establecido por otros TPPI lo que le permitirá el sometimiento directo de la controversia al Ciadi, evitando de esta manera lo que sin sonrojarse entienden “es el engorroso agotamiento de los recursos ante los tribunales locales”121.
En sus laudos el Ciadi ha llegado a conferirle legitimación procesal a accionistas minoritarios o no controladores de la sociedad local o cuya participación es indirecta a través de una sociedad controlada, con el único requisito de la propiedad o del control indirecto122 creando la peligrosa situación de la posible existencia de laudos contradictorios que tengan por causa una sola disputa. Así fue resuelto en la decisión
119 Tratado celebrado entre el Gobierno de la República Argentina y el Gobierno de Canadá para la Promoción y Protección de Inversiones, aprobado por ley Nº 24.125, sancionada el 26 de agosto de 1992, promulgada de hecho el 21 de septiembre de 1992
120 Tratado celebrado entre la República Argentina y la República de Austria relativo a la Promoción y Protección Recíproca de Inversiones, aprobado por ley 24.328, sancionada el 11 de mayo de 1994, promulgada el 10 de junio de 1994.
121 Alfredo R. Lisdero y Darío J. Helbert, “La Protección de las Inversiones extranjeras en la Argentina”.
122 “CMS Gas Transmisión Co v. República Argentina”, Caso N° ARB/01/8; “Mondev v United Status”, TLCNA; “Lanco Inc v. República Argentina”, Caso N° ARB/97/6; “Aguas del Aconquija SA y Vivendi Universal v. Argentina”, Caso N° ARB/97/3.
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preliminar respecto a las excepciones a la jurisdicción del Ciadi en el caso “Lanco International Inc. c. República Argentina” (ARB/97/6), en el cual el Tribunal arbitral considerando la redacción del artículo primero del TPPI firmado entre la República Argentina y los EEUU123, interpretó que al no hacer el tratado una distinción respecto a si el inversor debe poseer una participación de control o mayoritaria, debía considerar como inversión, a los efectos del Tratado, aun a la participación minoritaria en una sociedad argentina (International Legal Material. Volume 40, Nº 2, marzo 2001)124. Los fallos arbítrales del Ciadi al interpretar el sistema de los tratados bilaterales han reconocido que los accionistas “son verdaderos inversores” (Goete v. Burundi) y les concede legitimación procesal a pesar de su naturaleza minoritaria o aun cuando la sociedad madre se halle renegociando el contrato con el Estado receptor de la inversión, como en el caso argentino. Así extienden el principio general que tiende a consagrarse a partir de los TPPI y del TLCNA (NAFTA), según el cual es el derecho de acción directa del titular de la inversión contra los actos del Estado receptor.
Por otra parte, los TPPI cuentan con Protocolos adicionales por los cuales las partes signatarias excluyen o limitan la aplicación de sus cláusulas a ciertas materias o por determinado tiempo. El análisis detenido de los mismos no deja de sorprender por cuanto con sus numerosas excepciones quiebran la bilateralidad y reciprocidad entre los Estados exportadores e importadores de capital, precisamente, que es el objeto declamado de estos convenios. La lectura de estos protocolos recuerda la letra chica o negrita de los contratos de adhesión, cuya utilización abusiva termina por desvirtuar el fin que las partes tuvieron en miras al celebrar el acuerdo de voluntades. Lo mismo acontece con los tratados bilaterales de protección recíproca de inversiones, si vía excepciones, la parte fuerte en la contratación se reserva grandes sectores de su economía favoreciendo a los inversores125. En la nota 15 de su artículo estos autores recurren al Protocolo del TPPI Argentina-Estados Unidos (ley 24.241), según el cual éste país se reserva el derecho a establecer o mantener ciertas excepciones limitadas al trato nacional en los sectores siguientes: transporte aéreo; navegación de alta mar y cabotaje; banca y seguros; energía y productos de energía; despacho de aduanas; propiedad y gestión de estaciones emisoras o servicio público de radio y televisión; propiedad de bienes raíces; propiedad de acciones en las Conmunications Satellite Corporation; provisión de servicio público de teléfonos y servicios telegráficos; prestación de servicios de cable submarino, utilización de terrenos y recursos naturales; lo mismo con respecto a ciertos programas que involucran garantías, préstamos y seguros gubernamentales. De la misma forma se reserva el derecho de establecer o mantener excepciones limitadas al tratamiento nacional y de nación más favorecida en los sectores siguientes, respecto de los cuales el tratamiento se basará en la reciprocidad: minería de dominio público; servicios marítimos y servicios afines, y corretaje primario de valores del Gobierno de los Estados Unidos. En cambio, Argentina sólo reservó el derecho de establecer o mantener excepciones limitadas al tratamiento nacional en los siguientes sectores: propiedad inmueble en áreas de fronteras; transporte aéreo; industria naval; plantas atómicas; minería del uranio; seguros; minería; y pesca. Concluyen esta larga nota señalando que “como es sabido, nada es inocente. La realidad quiso que tales tratados pensados para evitar medidas arbitrarias dispuestas en perjuicio de los inversores extranjeros, o de algunos de ellos, se transformara en una suerte de seguro de negocios, en los que el empresario foráneo participa de las ganancias -en muchos casos,
123 aprobado por ley 24.124, sancionada el 26 de agosto de 1992, promulgada el 21 de septiembre de 1992.
124 conf., Alfredo R. Lisdero y Darío J. Helbert, “La Protección de las Inversiones extranjeras en la Argentina”.
125 Augusto Mario Morello y Germán González, “El vencimiento de los tratados bilaterales de inversión”, Supl. La Ley-Administrativo, 14 set. 2005.
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muy superiores a las que pudieran obtener en su país de origen- pero es ajeno a las pérdidas, cuyo monopolio queda en manos de los pueblos receptores de capital.
El sistema de arbitraje estilo Ciadi resulta incompatible con el ordenamiento jurídico argentino, en la medida que se sostenga que impide un control de contenido entre el texto, la interpretación y la aplicación del tratado con normas de jerarquía superior vigentes en el país y que inhibe la intervención de los tribunales nacionales, para ejecutar el laudo resuelto en extraña jurisdicción. No es sólo una cuestión procesal sino sustancial dado que incorpora una inhibitoria para ponderar la vigencia de numerosos principios de derecho público argentino cuya observancia condiciona la Constitución Nacional. De este modo impedir el control del exequatur se presenta como un corolario de la limitación de la soberanía que impone la renuncia a la jurisdicción de los tribunales internos en las controversias sometidas al Ciadi 126. Debemos recordar acá el contundente dictamen que el 13 de agosto de 1936 emitió el Procurador General de la Nación Dr. Juan Álvarez, que precede al fallo de la Corte en el caso “Compte y Cía c. Ibarra y Cía”, y que comprende esta cuestión en el cual sostuvo que “es cierto que pueden someterse a árbitros muchas de las cuestiones surgidas entre particulares; pero de ahí no se deduce que lo sea también la soberanía nacional, o siquiera que tales árbitros queden fuera de la jurisdicción de los jueces y las leyes argentinas, pues además de admitirse recursos de nulidad contra sus decisiones éstas sólo pueden hacerse efectivas acudiendo ante tribunal que disponga de imperium concedido por la Constitución” (Fallos, 176:218).
Interpretando que el laudo es equiparado a una sentencia firme de los Tribunales nacionales del Estado Contratante, se pretende excluir la posibilidad de aplicar el procedimiento del exequatur y se sustrae de todo control jurisdiccional al laudo. Según la interpretación que viene efectuando el Ciadi, no se habilita la acción jurisdiccional previa, ya que no se exige el agotamiento de recursos internos, ni la posterior debido a que se encuentra vedado el exequatur. Ello, implica no sólo la vulneración del art. 116 de la Constitución Nacional, sino también del art. 27, impidiendo la ponderación de los aspectos de orden público constitucional. Expresa Rosatti que la lógica de la apertura o de la prórroga de la jurisdicción nacional hacia tribunales internacionales o extranjeros estuvo ligada en la Argentina a la posibilidad de ejercer -antes o después, pero en cualquier caso en algún momento- el control judicial por parte de un tribunal nacional. Es la institución del exequatur que goza de indiscutido reconocimiento en el derecho internacional. Con el mismo “se trata de establecer en sede judicial local y en un proceso contradictorio si la sentencia cumple con determinados requisitos. Uno de los requisitos que deben concurrir para que opere la conversión de la sentencia extranjera en título ejecutivo dentro del país es que ‘no afecte los principios de orden público del derecho argentino’, standard que permite conectar a la decisión judicial foránea con el art. 27 de la Constitución Nacional. Sostiene que “la prórroga de jurisdicción admitida por la República Argentina en el marco de los actos estatales juri gestionis no inhibe la posibilidad del control a posteriori de constitucionalidad por parte de un tribunal nacional”. Los argumentos del no control local sólo se tornan consistentes -dice- en un contexto autorreferente y en tensión con principios tradicionales del derecho internacional público y privado La imposibilidad de control judicial local de inconstitucionalidad no es para la República Argentina una cuestión procesal, sino sustancial, en la medida en que traduce una inhibitoria para ponderar la vigencia de los siguiente principios de derecho público argentino a cuya observancia condicionan la Constitución Nacional la validez de los tratados internacionales de comercio: la forma representativa, republicana y federal de gobierno ( art. 1 y conc., CN); el principio de juridicidad y de reserva (art. 19, CN); el principio de igualdad (arts. 15, 16,
126 conf, Horacio D. Rosatti, “Los tratados bilaterales de inversión, el arbitraje internacional obligatorio y el sistema constitucional argentino”, La Ley, 2003-F-1283.
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75 inc. 23 conc., CN); el carácter no absoluto de los derechos y la pauta de razonabilidad para su reglamentación (arts. 14, 28, 99 inc. 2 y conc. CN)); y el debido proceso legal (art. 18, y conc., CN)127.
Es importante señalar que en caso que el Estado condenado sobre la base del laudo no acepte o no lo reconozca, se prevén dos tipos de soluciones. En primer lugar conforme al art. 27 de la Convención, el nacional del otro Estado contratante recupera el derecho a ejercer la protección diplomática. En segundo lugar, el art. 64 prevé la posibilidad de articular un procedimiento ante la Corte Internacional de Justicia por los Estados, con relación a la aplicación o interpretación de la Convención, si ello no puede resolverse mediante negociación128.
En este examen sobre el sistema de los tratados+Ciadi, pueden sumarse algunos aspectos procesales concretos que cuestionan el accionar de dicho tribunal arbitral, y que atentan contra el carácter imparcial e independiente que invocan, lo que hace más evidente la carga ideológica que contienen sus laudos a favor de los inversionistas. También otros que hacen al procedimiento que tuvo la sanción de la ley que aprobó el convenio del Ciadi.
La Asociación de Abogados de Buenos Aires, en su declaración “Acerca de la inconstitucionalidad de la prórroga de jurisdicción a favor de los tribunales del Ciadi”, además de expresar “que cuestiones de derecho público en las que se encuentre comprometido el orden público y el Estado sea parte, los procesos arbítrales no son válidos y la jurisdicción judicial argentina reviste el carácter de plena e irrenunciable, por constituir un atributo de la soberanía nacional”. Señala asimismo, en el punto 4 de la Declaración que la ley 24.353 en cuanto aprueba la convención que da origen al Ciadi, también resulta inconstitucional, en tanto la misma fue promulgada el 23/8/1994 y publicada en el Boletín Oficial de la República Argentina el 2/9/94, para entrar en vigor recién 30 días después, es decir encontrándose ya vigente la reforma constitucional de 1994 (24/8/94), conforme disposición transitoria decimosexta, que introdujo el art. 75, inc. 24 que prescribe la posibilidad de delegar jurisdicción a organizaciones supraestatales en condiciones de reciprocidad e igualdad exclusivamente con Estados de Latinoamérica y sólo mediando doble votación en el caso de tratados con otros Estados, recaudos constitucionales que no se verifican en el caso del convenio aprobado por la ley 24.353. Argumenta también que resulta inaceptable la exclusión de la Corte Suprema de Justicia de la Nación como tribunal argentino revisor de los laudos arbítrales.
Por todo lo precedente se puede afirmar entonces, que los Estados al aceptar esta jurisdicción para dirimir conflictos de igual a igual con empresas privadas que invierten en sus territorios, renuncian -entre otras cosas- a una prerrogativa fundamental de la soberanía como es la jurisdicción territorial de sus tribunales. La renuncia a la jurisdicción territorial implica el abandono de un largo camino iniciado en el siglo XIX por Carlos Calvo. La llamada Doctrina Calvo se basa en los principios de soberanía nacional, de la igualdad entre ciudadanos nacionales y extranjeros, y de la jurisdicción territorial. Porque según Calvo los Estados soberanos tienen el derecho de estar libres de cualquier forma de interferencia por parte de otros Estados y los extranjeros tienen los mismos derechos que los nacionales, y en caso de pleitos o reclamaciones tendrán la obligación de agotar todos los recursos legales ante los tribunales locales sin pedir la protección e intervención diplomática de sus países de origen 129. En cuestiones que afectan a la
127 Horacio D. Rosatti, ibidem.
128 conf., Carlos S. Fayt, “La Constitución Nacional y los Tribunales Interncionales de Arbitraje”, La Ley, Buenos Aires, 2007, pág., 85.
129 conf., Alejandro Teiltenbaum, “Las demandas de las sociedades transnacionales contra el Estado argentino ante los tribunales arbitrales del CIADI – II”, Argenpress Info, 18/2005.
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soberanía no cabe declinarla en tribunales arbítrales internacionales. Asimismo, el espíritu de la Doctrina Drago indica que es deber de los inversores guardar el orden interno de la Nación en que invierten.
Ante las leyes que aprobaron los TPPI y el convenio del Ciadi recordamos conceptos de Matienzo, quien entendía que si se dictaba una ley que autorice a los particulares a prescindir de los tribunales del país, tal autorización “habría sido un error y una contradicción con nuestro régimen constitucional”. Pero se abandona la doctrina asumida en defensa de la soberanía nacional por Bernardo de Irigoyen, José Nicolás Matienzo, los fallos citados de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, y por cierto las enseñanzas de Sampay, que en este libro “El Derecho y la Soberanía Argentina” hay suficientes evidencias.
Recordemos también que Sampay con precisión anticipó que los países dominantes inversores de escasos capitales suyos, pero apropiadores en gran escala de recursos naturales y financieros nativos, imponen a los países dominados una administración de justicia ad hoc. Es decir, las controversias de intereses en las que son partes, deben ser dilucidadas en los tribunales del exterior que ellos determinen y sin eufemismos hablando, ante “sus jueces”. Como es de observar -decía Sampay- se trata de una fibra más de las que componen la coyunda con que atan a su yugo a los pueblos dependientes.
Se puede concluir entonces, que este tipo de tratados o acuerdos constituye uno de los instrumentos utilizados por los países desarrollados para garantizar jurídicamente la apropiación de recursos naturales y por otro lado, impedir todo desarrollo económico o proyecto alternativo, puesto que a través de sus reglas se consagra la supremacía del interés privado, incluso sobre el ejercicio de libertades democráticas garantizadas por la Constitución; tal como puede ocurrir con la participación ciudadana en la gestión de los asuntos públicos para la protección de los derechos laborales o del medio ambiente.
3.2
Como vimos, el texto de los Tratados de Promoción y Protección de Inversiones celebrados por la República Argentina responde a un patrón común, sin perjuicio de ciertas variaciones atribuibles a los avatares de la negociación. En la Argentina de los ’90 los tratados bilaterales de inversión determinaron límites muy estrechos al diseño y ejecución de la política económica nacional, pues muchas decisiones que en tal sentido se deben tomar pueden terminar en demandas ante el Ciadi y otros tribunales arbítrales internacionales cuando ello afecte los intereses de los grandes grupos económicos trasnacionales, argumentando que se introdujeron cambios en los términos normativos vigentes al momento de realizada la inversión. Sin embargo, la política económica del país no debe ser dictada por dichos convenios130.
Dado que el ALCA no pudo instrumentarse como zona de libre comercio de las Américas bajo hegemonía de los EUA, a partir de enero de 2005 se desplaza la base de las relaciones de poder en el continente a los acuerdos bilaterales. La producción legislativa
130 conf., Joseph Stiglitz, Página/12, en reportaje de Tomás Lukin y Javier Lewkowicz, 9 de diciembre de 2011.
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ordinaria del Estado nacional en materia económica, queda sujeta en el orden interno a los standard de los tratados; desplazan a la Constitución en su relación directa con las leyes, produciéndose una modificación sustantiva del art. 31 de la CN, que afecta las funciones del Poder Legislativo.. Es un hecho que altera orgánicamente el orden constitucional en materia económica y que, por lo menos, exige ser debatido institucionalmente. Con pleno discernimiento del problema advirtió Menegazzi que “solamente donde hay una soberanía que se exterioriza existe una personalidad internacional que se afirma”.
El Gobierno de la Nación Argentina, obligado como legitimado pasivo en un alto número de arbitrajes por cifras de gran volumen económico ha mostrado una conducta fuertemente discrepante con ese modelo, reputando centralmente que los aludidos tratados son inconstitucionales. Esa posición la ha asumido tanto el Procurador del Tesoro de la Nación, cuanto el Ministerio de Justicia de la Nación. Hace unos años el Procurador del Tesoro de la Nación, Dr. Osvaldo Guglielmino, señaló que ”la Argentina se encuentra ante un escenario extraordinariamente adverso en el Ciadi”131.
Ciertamente, el debate sobre la convalidación a ultranza de la actividad arbitral del Ciadi o su inconstitucionalidad y, por ende, su revisibilidad por la CSJN, dista mucho de ser meramente académica o de técnica legislativa. La posición que se adopte frente al tema importa una definición política de tal suerte que en el primer caso, la soberanía nacional queda limitada o diluida; y por ello la Argentina “tiene el derecho constitucional de que sea la jurisdicción nacional la que dirima toda contienda en la que el orden público, los intereses de la Nación y, consecuentemente los derechos humanos estén vitalmente comprometidos”132.
Como vimos, por estos tratados se le otorga al inversor extranjero la preferencia de sustituir el derecho del Estado receptor por un régimen unilateral de protección de sus inversiones y la garantía de recurrir a un tribunal arbitral internacional que aplica en primer término el régimen unilateral protectorio de la inversión. Esta violación de aspectos nucleares del orden público constitucional exige que se sostenga su imperio y no que se vean socavados sus principios por la aplicación mecánica de la normativa que los sostiene.
La cláusula “rebus sic stantibus” significa que los tratados no pueden ser eternos, y no pueden durar más allá de las circunstancias históricas, políticas o económicas, que hayan determinado la voluntad coincidente de las partes. Terminan con las causas que los han producido. Los vínculos convenidos subsisten -decía Sampay- mientras no cambia sustancialmente la situación que había en el momento que se los instituyó, máxime cuando tales vínculos son injustos. Aún el tratado que parecería en el momento de firmarse el más necesario y equitativo, con el tiempo puede convertirse en inútil o abusivo. A lo que autoriza dicha cláusula es a negociar con las demás partes la abrogación o modificación del tratado, demostrando justificadamente que las cosas han cambiado en forma que el tratado ser torna injusto y perjudicial, y fuera de las causas y miras que se tuvieron en miras al contratarlo.
Son los Estados soberanos en su condición de sujetos originarios de derechos, los que deben denunciar por los procedimientos previstos, estos tratados o sus cláusulas más aberrantes, según la dogmática jurídica de las constituciones, y así recuperar sus facultades legislativas y jurisdiccionales, y estar en condiciones de promover su desarrollo económico y social. En el continente continúan fortaleciéndose nuevas y mejores condiciones para superar la oscura etapa del neoliberalismo, lo que también incluye por cierto los TPPI. En la medida que afecten la soberanía nacional, los Estados cuentan con el
131 Osvaldo Guglielmino, La Nación, 17 de enero de 2005.
132 Liliana B. Constante y Arístides M. Corti, “La soberanía y los tribunales arbitrales del Ciadi”, La Ley, 2005-C.1032.
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procedimiento de denuncia parcial o total de los tratados por razones de ilegalidad o conveniencia. También reservan para sí la interpretación por vía diplomática de lo que los tratados disponen en su condición de sujetos originarios de creación de normas internacionales.
A través de la vía diplomática los Estados pueden interpretar el régimen de los tratados en función de los derechos involucrados y con la finalidad de aclarar las normas internacionales que han creado. Es un principio del derecho internacional contenido en la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados y como tal rige en el régimen de los TPPI, que cualquier controversia entre las partes, relativa a la interpretación o aplicación de un acuerdo bilateral, será resuelta hasta donde sea posible, por medios diplomáticos. De tal manera, el Ciadi al dictar sus laudos arbítrales y resolver las demandas deberá tener en cuenta, además del texto de los tratados, todo acuerdo ulterior entre las partes acerca de la interpretación del tratado o de la aplicación de sus disposiciones. En consecuencia, el Estado argentino debería someter a interpretación a través de la vía diplomática, los artículos que puedan ser considerados como vallas a la ejecución de sus políticas públicas.
La “cláusula de estabilidad legislativa” se insertó en el tratado firmado con Panamá en 1996 y vigente desde 1998, cuando ya se avizoraba el colapso de la Convertibilidad y que subrepticiamente actuó como un reaseguro contra eventuales modificaciones de dicha ley, tema que por esa época ya se discutía en foros internacionales. Para aclarar dicha cláusula, el gobierno argentino intercambió con Panamá notas reversales interpretativas en relación a varios aspectos del tratado. Así es que las Cancillerías de Argentina y Panamá firmaron el 15 de septiembre de 2004 un Acuerdo de Interpretación del Tratado citado, reafirmando que su texto no comprende a las medidas legislativas de alcance general y no discriminatorias (devaluación, pesificación, congelamiento de tarifas, etc.). “Este acuerdo interpretativo es también un precedente metodológico con respecto de otros acuerdos que pueden tener cláusulas inconvenientes u ocultas similares a la mencionada”133.
Como señaló Morello, cabe poner de resalto aquí un aspecto de significativa importancia llamativamente olvidado: prácticamente gran parte de los tratados bilaterales de protección recíproca de inversiones han vencido, sin que se los haya denunciado, ni propuesto modificaciones a los respetivos Estados signatarios, sea excluyendo la jurisdicción arbitral como modo de solución de controversias o exigiendo el agotamiento previo de los recursos administrativos o judiciales internos, tal como expresamente faculta el art. 26 del Convenio del Ciadi. La confirmación de esta aserción debilita la postura del gobierno argentino, puesto que aparece contradictorio que por un lado se busque la revisión local de los laudos dictados por tribunales arbítrales internacionales, y simultáneamente, se les esté prorrogando jurisdicción por tratados que no son denunciados cuando puede hacérselo. Dicha conducta contraría la doctrina de los propios actos o stoppel, de expresa consagración internacional. El art. 31.3 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados dispone que “habrá de tenerse en cuenta (…); b) toda práctica ulteriormente seguida en la aplicación del tratado por el cual conste el acuerdo de las partes acerca de la interpretación del tratado”134.
En términos generales los TPPI tienen una vigencia de 10 años desde su puesta en vigencia, debiéndose resaltar la ultra actividad que conservan. En la mayor parte de ellos se estableció que salvo denuncia, el tratado continúa vigente; es decir, que se
133 Alejandro A. Peyrou, “Los tratados bilaterales de protección y promoción de inversiones y el Ciadi”.
134 conf., Augusto M. Morello y Germán González Campana, “La Argentina en la Justicia Internacional. El vencimiento de los tratados bilaterales de inversión”, Suplemento L Ley-Administrativo, 14 septiembre 2005.
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producirá la tácita reconducción por tiempo indefinido hasta que alguna de las partes lo denuncie. Asimismo, hay que considerar la cláusula de la ultra actividad de los compromisos asumidos en los tratados una vez que hayan sido denunciados, que alcanza a períodos de 10 a 15 años contados a partir de que se haya cumplido el preaviso generalmente de un año fijado en los convenios, y que se encuentra establecida en casi todos. Como vimos, los mismos se iniciaron en la década del ’90 y por lo tanto ya transcurrió largamente el tiempo estipulado inicialmente para su vigencia, por lo que puede observarse que es tiempo de adoptar una definición sobre esta cuestión acorde a nuestra realidad contemporánea.
La Convención de Viena en su artículo 46 señala que la violación manifiesta del orden jurídico interno de una importancia fundamental constituye una fuente de invalidez del acto jurídico que puede ser invocada por un Estado parte de un tratado. Recientemente la Asamblea General de las Naciones Unidas135, subraya el hecho de que la creciente interdependencia de las economías nacionales en un mundo globalizado y la aparición de regímenes reglamentados en las relaciones económicas internacionales, han provocado que el margen de acción de los países en el ámbito económico y el alcance de las políticas internas, especialmente en las esferas del comercio, las inversiones y el desarrollo industrial, se encuentre ahora delimitado en muchas ocasiones por disciplinas y compromisos internacionales y por consideraciones del mercado mundial; y señala que “corresponde a cada gobierno evaluar el equilibrio entre los beneficios de aceptar las normas y los compromisos internacionales y las limitaciones que plantea la pérdida de margen de acción en materia de políticas”; por lo que reviste particular importancia para los países en desarrollo, teniendo en cuenta los objetivos y las metas de desarrollo, “que todos los países sean conscientes de la necesidad de mantener un equilibrio adecuado entre el margen de acción para las políticas nacionales y las disciplinas y los compromisos internacionales”.
El artículo 27 de la Constitución Nacional consagra la supremacía que ésta tiene frente a los tratados internacionales y de él proviene la “cláusula constitucional” ó “formula argentina”, expuesta en la Conferencia de Paz de la Haya en 1907 por Roque Sáenz Peña, Luis María Drago y Carlos Rodríguez Larreta, por la que se debe excluir de los tratados de arbitraje de la República “las cuestiones que afectan a las constituciones de cada país”. En consecuencia los tratados que no se corresponden con los principios de derecho público establecidos en la Constitución, serán nulos “por falta de jurisdicción del gobierno para obligar a la Nación ante otras”136. En cuanto la Constitución Nacional sea lo que es, el art. 27 “tiene para la nación significado singular en el derecho internacional; la regla invariable de conducta, el respeto a la integridad moral y política de las naciones contratantes. Esta es una condición resolutoria, inmanente, permanente en todos los pactos y ninguno se hace con violación de esa cláusula137. El artículo 27 de la Constitución Nacional permaneció incólume tras la reforma de 1994.
Matienzo en el año 1916 ya había enunciado la doctrina de que el principio de la soberanía nacional impone primero, que la jurisdicción argentina no puede ser transferida a tribunales o árbitros extranjeros por convenciones particulares ni pactos internacionales; y segundo, que los pleitos de la Nación y de los entes estatales con los particulares no pueden ser sometidos a árbitros.
135 Resolución 61/207. “El papel de las Naciones Unidas en la promoción del desarrollo en el contexto de la globalización y la interdependencia”, 83ª sesión plenaria. 20 de diciembre de 2006.
136 Joaquín V. González, Senado de la Nación, Diario de Sesiones, Sesión del 26 de agosto de 1909, y Volumen IX, “Obras Completas”, págs., 306 a 309-
137 Joaquín V. González, “Obras Completas”, Vol. IX, pág., 52.
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Parece claramente conveniente efectuar una evaluación integral de los tratados suscriptos de promoción y protección recíproca de inversiones con vista a su denuncia, renegociación o reinterpretación gradual y país por país, de modo de conseguir en este caso términos más favorables para el Estado nacional, como que reivindique posiciones soberanas, y ratifique la preeminencia de la jurisdicción local y se adopten precisiones que limiten a las empresas extranjeras la posibilidad de recurrir a la trama de los tratados+Ciadi, amenazando la soberanía económica y jurisdiccional de la Nación. El propio convenio del Ciadi prevé que algunos aspectos sean declarados por los países como “materias no arbítrales”. Obviamente este nuevo marco no sería retroactivo, pero sin duda se trata de un paso positivo. Es un punto principal para que Argentina proponga y adopte un esquema institucional que garantice derechos razonables para los inversores, pero no a costa de deteriorar aún más la calidad institucional de los países en vías de desarrollo con el pretexto de favorecer inversiones138.
Sin equilibro e igualdad de hecho no es posible concebir un régimen internacional estructurado sobre base democrática, que garantice la igualdad y el pleno respeto de sus integrantes. Hasta el momento en que se alcance esa ecuación, es necesario que los Estados subdesarrollados protejan su independencia, a fin de no verse sometidos aún más a la dominación y servidumbre que los aqueja. Perder o denigrar su soberanía cuando el mundo no presenta una realidad igualitaria que permita consensuar libremente un nuevo orden mundial, implicaría aún más, comprometer y aceptar su subordinación al poderoso139.
Es tiempo de resolver la utilidad o conveniencia de los TPPI, en términos económicos, sociales y políticos. A pesar de que las políticas “neoliberales” se encuentran en retirada y que aún no han desaparecido totalmente del escenario “global”, el sistema internacional construido en la década del ’90 está siendo discutido desde distintos ángulos y ese debate es un campo especialmente propicio para generar los movimientos de opinión necesarios a fin de impulsar los cambios que se decida efectivizar en nuestro país. Se aprecia así la importancia que tiene para adoptar una definición durante este proceso el lograr una amplia participación protagónica de la ciudadanía y un control de las instancias políticas competentes. De tal forma, se podrá llegar al momento en que las controversias que puedan surgir a causa de medidas de política económica que deban adoptar los Estados receptores, sean resueltas por su órgano jurisdiccional competente y según las normas jurídicas que hayan sancionado al respecto.
La adhesión de la Argentina al Ciadi y la firma de los numerosos Tratados de Promoción y Protección de Inversiones, como vimos se dio en el marco de las profundas transformaciones de la economía de los años ’90, que significaron un retroceso del Estado y una desregulación que acompañó un profundo proceso de privatización y entrega del patrimonio nacional. Salvar este escollo es resistir dicha lógica liberal.
Si el país profundiza su posición para lograrlo, estará defendiendo su atribución soberana para establecer políticas económicas y también su soberanía jurídica. Argentina podría recuperar así esta capacidad de Estado Soberano que perdió en la década del ’90. Las ideas y la acción pública desplegada por Sampay, y que fueron expuestas en la Asamblea Nacional Constituyente de 1949, en sus libros, en la cátedra y en numerosas conferencias, nos marcan este camino.
138 conf., Alejandro A. Peyrou, “Los tratados bilaterales de protección y promoción de inversiones y el Ciadi”.
139 conf., Carlos S. Fayt, “La Constitución Nacional y los Tribunales Internacionales de Arbitraje”, La Ley, Buenos Aires, 2007, pág., 45.
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