
EL INQUISISOR
29.09.2012 10:00 ALEJANDRO KORN, BUENOS AIRES
Carlos Alberto Parodiz Márquez
A Paul Verhoven...
El sol, cuando irrumpe en la bahía, sorprende con rojas estocadas.
Al desprevenido lo acomete un sortilegio de fascinación.
Sobre el fondo verde del mar, ese hachazo de color en el telón celeste, es una invitación.
No son muchos los que degustan el espectáculo.
Se sabe, como en toda circunstancia donde lo sublime aparece, la mayoría ignora.
Da la espalda.
No comprende.
O llega tarde.
Una regla inversa donde el poder no acierta y la materialidad queda, por única vez, fuera de la fiesta.
El desencuentro de la gente con la magia, certifica la pobreza, la mediocridad, la superficialidad, la frivolidad, que concreta la personalidad vacía del número.
Así pensaba, pero también reprochaba estérilmente, puesto que el privilegio de la soledad contiene ese precio.
¿Por lo tanto que otra cosa que un prudente y vasto silencio puede y debe intentarse?
Reír por la contradicción.
Reír por el propio reclamo que luego repudiaría.
Reír por sí, resultó saludable.
¿Porqué pontificar, reclamar, advertir, lamentar, si uno quiere esa privacidad plena.
Egoísta.
Disfrutar la infinitud.
Medir la insignificancia.
Inundarse de majestuosidad, que los grandes espacios activan.
Mudar y retraer en la dimensión puntual.
En esas cavilaciones caben reclamos que siempre restan, amargan, añaden sabores salobres que limitan y condicionan el tiempo útil de aprehender la partícula del conocimiento, maravilla inasible, que viaja con la fugacidad de la lágrima, la esterilidad del deseo o el brillo de una esperanza.
La arena fría y el aire duro del amanecer añaden una pátina de erosión a la piel.
Algunas aves blancas, quietas sobre las aguas, se mecen, acunan, arrullan, en ese rumor, con la paciencia del aguardo.
Siempre, un pescador desafía la armonía, imperturbable, estableciendo su rito.
Hay una ceremonia en ese hombre sólo tratando de sacar de las entrañas del líquido su presa.
El también busca, perseverante, en esa línea de luz.
La brisa fuerte diluye sonidos de la última música que desgrana un parador, donde los chicos vitales y ansiosos consumieron y consumaron sus comuniones de piel tibia y fantástica, recreando el encantamiento de la primera vez.
Regresan de esas batallas de la carne, el ruido y el alcohol, con la fatiga o el esplendor del agite.
Siempre hay lugar para el imprevisto.
Siempre hay lugar en la fisura de la rutina.
Siempre hay lugar en el código del verano en la bahía.
Siempre hay una voz y una melodía.
Una guitarra encantando, disolviéndose en la paz del rumor eterno.
Hay una franja espacio entre dos luces que tiene la imprecisión de los tiempos misteriosos, de lo que no está develado, de lo que se intuye, de lo que contiene la belleza y el horror, la atracción y el miedo, el ser, el hacer.
¿Cuánto dura?
¿Quién lo sabe?
Nunca es igual.
Repentinamente una historia nace.
Repentinamente una historia muere.
En la bruma, el titilar del faro, presto a apagarse, parece cronicar los cambios celestes.
Una jornada de naufragios concluye y aparece una zona inédita; zona de nadie; incierta.
Allí, activos, actúan los mecanismos secretos de los sueños.
Allí se funden las oscuras fuerzas en retirada por esa fracción de espacio.
Hora de calamidades.
Hora refulgente para derribar las vallas de los sentidos.
Donde la percepción se agudiza.
Donde es sonido el estrépito de un gran silencio.
El hombre alzó su equipaje.
La figura quedó recortada, brevemente, sobre la arena.
Una sombra buscando movimiento.
Una sombra siguiéndolo, fértil como la culpa.
Las huellas de su paso brillaban en la palidez del alba.
Eran las marcas de cada historia.
Las que nunca graficó en la pared.
Su pared era sólo una pregunta.
Y el peregrinaje le ocupó la vida.
Distraído, acompañado, circundado, eligió su dirección al azar.
Veterano de la apuesta, sabía que no sabía.
La carretera le supo una raya gris sobre el verde.
El tránsito, espaciado como las ideas, fluye inopinadamente.
Tuvo suerte, el primer vehículo que marchaba en su misma dirección, se detuvo.
El conductor, interrogante, lo apreció, aguardando su versión.
Un solidario profesional.
Mecanizado pero vital.
El hombre coincidió en la marcha y se dispuso a cerrar los ojos.
La fatiga era una compañera de insólita fidelidad.
El conductor, ligeramente desencantado, meneó su cabeza, disconforme con el mutismo ajeno.
El parabrisas, como siempre, semejó una pantalla donde las imágenes suelen algodonar la memoria.
El cruce de caminos, reiterando un símbolo incomprendido, golpeaba sin éxito.
Lentamente, la marcha, como las fantasías, agotó su ritmo.
Los pasajeros intercambiaron gestos de saludo, perezosos, melancólicos y cada uno buscó su excusa.
Ambos, acordaron la conformidad de los gestos de despedida.
El hombre miró hacia el sol. Un ejercicio que practicaba sin resultado.
La luz, cuando enceguece impide distinguir.
Una suave pendiente, a su izquierda, le pareció la invitación muda del bosque.
Caminar, cuando el césped es amable, resulta placentero.
Sospechó que había intervenido la mano del hombre.
Cierta prolijidad señalaba límites, que la naturaleza no establece.
Buscó la frescura de la vegetación, sin apuros.
Aprendió a renunciar a las urgencias.
Supuso, con acierto, que del otro lado hallaría señales.
El paisaje definía una elección estética de los habitantes.
Estas, muchas veces son inconscientes.
Búsqueda y encuentro de armonías.
El sendero, brusco, lo expuso ante la morada.
Se detuvo, siempre le sirvió para la reflexión.
Nada parecía frontero.
Se deslizaba la imbricación con naturalidad.
Los edificios dibujaban equilibrio integrador.
Una coincidencia inquietante e ilimitada que no precisaba origen.
Inspeccionó.
Tomó nota visual.
Grabó las impresiones en sus retinas.
Era necesario.
Era imprescindible.
Pocas certezas conocía.
Esta era una de ellas.
La fuente estaba curiosamente iluminada por un rayo de sol.
El agua rebotaba silenciosamente, desbordaba y buscaba su curso, como la vida.
En un plano distante, el césped semejaba una llanura inmóvil.
La brisa era caricia y la cortesía, verde reverencia que ayudaba a cultivar lúdicas imágenes.
Las flores, canteras de anarquía, en esa inmensidad fuera de foco.
Nada turbaba el idilio.
Un cielo azul, perfecto, resultaba aleccionador.
El sol, centinela de fuego, templaba, exigía adoración o retiros.
A espaldas de los edificios, el mar murmuraba su eterna desconfianza.
Sintió que el espíritu se hallaba dispuesto.
El alma absorta.
Los sentidos detenidos.
Si la paz era posible, ese fue el momento, el lugar, la convicción de lo inevitable.
Una inexorable grandeza lo excedía.
Morosamente dirigió sus pasos.
Resistía a la obligación.
Una comunión infrecuente tarda en retirarse.
Ansió la capacidad de impregnarse.
Retener la magia.
Atrapar el color.
Intuyó si la resignación gradual, era su próxima parada.
Imperceptible, el ritmo de sus movimientos varió al abandonar el paisaje.
Las flores silvestres, a la vera del camino, eran túnel multicolor.
No podía equivocarse.
El césped, rendía a sus pasos, leve ceremonia para verticalizar luego, la impasibilidad del tiempo. Por allí nadie había pasado.
Era el mensaje.
La eternidad tiene formas curiosas de manifestarse.
Un árbol, vigía avanzado ofrecía, generoso, una pausa de sombra.
El hombre se detuvo para volverse a revisar lo andado.
El polvo de su calzado matrizaba la búsqueda.
Su mirada fatigada recorrió cada pormenor destacando una tibia luz agradecida.
No supo explicarse el gesto, apenas su aceptación, su tránsito era guiado por la persecución sin respuesta.
Era un experto del fracaso.
Abandonó la sombra, como otra vez lo hicieron sus sueños.
El claro de la senda breve, contenía algunos pasos hasta la puerta próxima.
Se detuvo.
Vaciló.
El peso de una nueva esterilidad lo abrumó fugazmente.
¿Era posible?
¿Era intuición?
¿O persistencia?
¿Cómo llegó hasta allí?
¿Cuánto tiempo, lugares y personajes le habían respondido?
¿Por qué no se detenía?
¿Por qué el peregrinaje?
Conocía sí, la combinación de locura, tenacidad, curiosidad y angustia cristalizadas, que alimentaban su marcha.
Miró la puerta, sobria, adusta, oscura, imponente.
El peso y poder de su resguardo.
Los vientos contenidos.
Los secretos abrigados.
Decidió si probar su acceso.
Notó que cedía gentil.
El interior, fresco y fragante, le generó alivio indefinible.
Las paredes altas, claras, abovedadas, le sugirieron hemiciclos reincidentes, prolongados a lo largo de un pasillo recto, inexorable.
La luz atenuada, vagaba grácil desde lo alto.
Túnel mortecino, pensó el hombre.
El ascetismo predominante de ese interior, hablaba y definía el nuevo perfil del exceso.
Nada fútil.
Nada innecesario, ni siquiera como excusa.
A mitad del pasillo recorrido, sobre su derecha, un patio vergel, miniatura del paisaje exterior, incluía una fuente aljibe donde beber el agua pura, helada, era más que una invitación.
Utilizó, respetuoso, la vajilla dispuesta.
Gustó en su interior la suavidad aterciopelada que se deslizaba cuerpo adentro.
Declinó pensar porqué se conducía sin expectativas.
Las mayólicas del piso y las paredes, sobre sus tres frentes, exhibían imágenes estelares, armoniosas y sutiles.
Una extraña galaxia de paisajes del universo, indescifrables para él, pero continuos, como un relato visual.
Dejó los utensilios en su lugar y reinició el camino hacia el final del pasillo donde, otra puerta, oscura y majestuosa imponía la detención.
Probó nuevamente y se le franqueó el paso.
Se detuvo, para acomodarse al cambio de penumbra.
Puso su equipaje en el piso, sin ruido.
El silencio, allí, era propietario.
Parpadeó hasta que cada lugar de la estancia fue nítido.
La austeridad proseguía.
Los vitrales de la izquierda exponían el espíritu del patio, en otros tonos.
La sala era espaciosa, alta.
Otro hemiciclo. Se confirmó el hombre.
A su derecha los ventanales góticos, eran de un cristal increíble.
Sólo espacio, horizonte azul, el paisaje.
¿Cómo puede ser? Pensó.
¿Si estoy a nivel del suelo?
¿Si no ascendí ningún peldaño?
No tuvo respuestas.
En el centro de la sala llamó su atención, inmediata, la forma de la mesa.
El nogal, inconfundible, tenía la oscuridad del tiempo.
No era necesario averiguar nada.
Parecía haber sobrevivido las inquisiciones del mundo.
La forma lo fascinaba.
Rectangular y proporcional a lo largo de la sala para que a su alrededor, la circulación fuera fluida.
Tenía las dimensiones de la perfección, más el detalle.
A lo que parecía su cabecera, prolongando la exactitud del largo, quedaba un espacio vacío e, inmediatamente, como una frontera perpendicular y del mismo ancho, dos extensiones definían el dibujo.
El hombre se estremeció.
La forma de la cruz, nunca había sido tan perfecta.
A los lados del rectángulo, en altas sillas erguidas y al tono, doce hombres lo aguardaban, atentos, sin urgencias.
Recorrió sus rostros.
Ávido de reconocimiento.
Comprendió, instintivamente, que algo iba a ocurrir y hacía innecesaria cualquier observación.
El más próximo a la cabecera habló:
Te esperábamos...
Hizo un gesto hacia el horizonte.
El hombre volvió la mirada.
El anfitrión vocero le indicó un lugar.
Siéntate y espera...
El hombre obedeció, quedó de frente al horizonte, por allí comenzaba a aparecer la luz.
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