
TRIBUS URBANAS
07.06.2014 21:00 GOYA
Por: Lic. Isondú Cobelli
En la columna de hoy comparto un artículo de la Lic. Clelia Conde, psicoanalista, miembro de la Escuela Freudiana a de Buenos Aires sobre las tribus urbanas. Me resulta un análisis sumamente interesante, puesto que a través de esta temática, la autora caracteriza la sociedad actual. Hoy, la segunda parte del texto.
Pero, en suma, a falta de argumentaciones propias sobre su ideología, las que se generan a su alrededor parecen coincidir en el punto de la necesidad de trasgresión. La trasgresión es una especie de Joker omniexplicativo y tiene una tendencia a ser reivindicativo de las acciones más que a comprenderlas por dentro. Desde “Kant con Sade” sabemos que el Bien ordena el Mal y que la conciencia moral tiene su lado oscuro en el sadismo. No hay trasgresión en el sentido de un “más allá de”, porque la trasgresión misma es el borde de un discurso. Toda trasgresión fracasa en la medida en que supone el orden que pretende alterar. La explicación de estos fenómenos por vía de la trasgresión es una posición débil, justamente porque los episodios de enfrentamiento que se producen entre ambas tribus, de un orden meramente especular, no producen ningún otro efecto social más que la violencia. Una violencia sin un cariz de corte sino como acumulación entrópica de agresividad. No se verifica hasta ahora que lo producido por las tribus tenga alguna consecuencia sobre el lazo social, como efecto de crítica o denuncia.
Por otra parte, en las tribus de las que tenemos experiencia, distantes de por ejemplo las “maras” de otras partes de Latinoamérica, no se proponen nuevas formas de filiación, ni economías alternativas, ni un código de lealtad o de intercambio específico.
En el caso de las tribus urbanas los autores que se han dedicado al tema hacen especial mención a la cuestión de cómo trasgredir cuando ya ninguna trasgresión es posible. Vuelvo sobre el punto. Tal vez hoy día sea más claro que nunca que ninguna trasgresión sea posible, pero es de la lógica intrínseca de la trasgresión su fracaso.
Entonces me pregunto y me induzco a pensar alguna cosa que pudiera servir no para eliminar un problema o para incorporarlo, sino para ese loco objetivo que significa pensar lo que pasa. Sin ninguna idea moral, sin objetivos por fuera del pensar mismo.
Quizás debiéramos volver a las bases y preguntarnos: ¿qué es una tribu, para qué surge? Aunque esta tribu sea más cibernética que real proponerse no soltar de las manos “Tótem y Tabú”, y con eso ir lo que se pueda para adelante.
Antes de la instauración de la comunidad, ese lazo por el que se supone que sobrellevamos nuestras diferencias a favor de un bien común, nos es necesario identificarnos, ser un Uno. Si no fuéramos ese uno, el sacrificio necesario de nuestra parcialidad para llevar a cabo la pertenencia a lo común sería un mero engaño.
Freud nos enseña que las identificaciones las hacemos con insignias, con restos, construimos una identidad que es un patchwork de lo recibido. Cada generación toma entonces esos restos “vistos y oídos” y construye una clase de pertenencia. Clase que no es todavía un conjunto, que aún no incluye el lugar vacío de la ley.
Esta generación es la generación del diseño, los restos de la cultura son las imágenes que inundan su mundo. Y han construido las tribus con esos restos de imágenes: las del hippismo, las del punk, las del rock pesado, las del flower power, rediseñandolas como en un collage. Si hubiese alguna trasgresión posible, entendida como un decir no, es la invención: la construcción de lo nuevo con los restos de lo viejo. Lo que técnicamente llamaríamos una sublimación.
Cuando Masotta escribe sobre el pop-art dice que los cuadros de Warhol o Lichtenstein no informan ya sobre la realidad, sino que dicen sobre la realidad preexistente, representan lo ya representado. A diferencia de lo que reproducía un cuadro de Botticelli –la realidad–, el pop-art trabajaba en forma de collage el discurso preexistente, pero su discurso pre existente eran también imágenes plásticas.
Las cyber tribus también tienen como su rasgo diferencial, no trabajar con lo que la realidad ya perdida trae, sino con las imágenes de las imágenes de esa realidad. Su collage a veces puede resultar pobre, pero como toda máscara, sea quizá la reducción a lo mínimo de las miles de millones de imágenes en las que ha crecido esta generación.
Su discurso se desarrolla en el terreno cibernético porque de allí provienen esas imágenes recibidas, la “vida en fotos”, fotos constantemente cambiantes, tan actuales que hasta pierden su dimensión testimonial. Se fotografía uno mismo hace un minuto, hace dos. Tal vez, entonces, su aporte generacional sea mostrar, exacerbadamente, qué tiempo es el tiempo actual, de una instantaneidad de semejante magnitud que parece, incluso, pasado.
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